UNA MIRADA A NUEVA YORK, por Ricardo Virhuez

May 24, 2017 | Autor: Ricardo Vírhuez | Categoria: Literatura peruana
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Una mirada a Nueva York Ricardo Vírhuez

b NY 2003

—1—

A Ella.

—2—

1 Cerca de Nueva York pesa la noche y una mano nerviosa la recorre.

Hombres y edificios, autos y mujeres.

El paisaje de cemento y acero que la habita. Por las mañanas, un sol en paz

y bellas muchachas en trenes y buses. Pero la tranquilidad de los caminos hacia Manhattan se rebela.

Cuántos ojos que no miran

sino el tiempo entreverado y loco.

Cuánta vida extraviada entre las calles como un fogonazo en el horizonte. Y la ciudad no duerme.

Ni el mundo que ante ella se levanta.

—3—

2 La he visto en el tren y me ha mirado.

Nunca más la veré y no estamos solos.

Azules o verdes son sus ojos, y dulce su mirada. Me ha mirado en el tren igual que a miles aquel día. O quizá como si fuera la primera persona que la mira.

Sé que no la veré más y no me desespero. Tiempo a la vida, pienso, y corren el tren y los minutos mientras en mis ojos descansa su mirada. Me mira

y tal vez piense como yo que falta tiempo, que nunca más volveremos a mirarnos y que todo es saludo y despedida.

Entonces la acaricio. Con mis ojos.

Y la toco suavemente sobre el hombro.

Con mis ojos. Y las puertas del tren se abren y ella sale, y su mirada dice adiós como un beso repentino y loco. —4—

3 La llamé al celular y era cierta su voz.

Cierta su imagen repentinamente viva. Tímida caía la lluvia

sobre las calles y los rascacielos.

Apenas unas palabras, y fue suficiente:

sus palabras, su rostro, sus suaves manos, su cuerpo desnudo entre mis besos. El tiempo no perdona

pero nos premia la memoria. Llamé, y ahí estaba,

tan lejana y tan cerca, tan ajena y tan mía.

—5—

4 Una muchacha rubia y sonrojada

sonríe al joven negro que la acompaña. Fuera de la vereda cae la lluvia

y los paraguas se confunden con la gente.

Pero la muchacha rubia sonríe y el mundo solo tiene los ojos de su amigo negro.

Su mirada azul posee algo de primavera en este invierno que ya acecha.

Corre la gente y pasa el tiempo.

Deja de llover y la humedad lo invade todo. Y ahí sigue la muchacha rubia,

tan intensa como la noche que no acaba.

—6—

5 Por el downtown de Manhattan una viejita americana

arrastraba una maleta. Las calles limpias y las ropas caras

diferían de la bulliciosa periferia. La viejita americana llevaba canas y una maleta

cargada de memoria.

—7—

6 Sentarse a escribir en la estación del tren. Mirar el movimiento de los vagones

y los rostros serios detrás de las ventanas. Observar a las muchachas rubias

como estatuas elegantes. Oír las voces de negros y judíos, musulmanes

y chinos, europeos y sudamericanos como un enjambre infinito. Mirarlo todo. Oírlo todo.

Pero los trenes recogen a la gente y la estación queda vacía.

Solo las señales de colores parpadean silenciosas.

—8—

7

Hoy escuché por primera vez

el bello sonido del idioma ruso. Un hombre amable y una bella muchacha subieron al tren y hablaron con dulzura.

¿La lengua de Pushkin?, quise preguntar inútilmente a la muchacha.

Varios americanos se sentaron cerca

y ella empezó a leer un pequeño libro.

Era de una belleza de nieve y de ternura y tan hermosa como su propio idioma.

La observaba con placer, y no la sentí enojada.

—9—

Sus verdes ojos traerían los verdes paisajes de su país lejano, y su pelo rubio

plateado semejaba una noche adormecida. Antes de bajar me miró con suavidad. Y mis ojos sorprendidos

fueron mi única despedida

para aquella muchacha rusa a quien no encontraré más

entre los trenes de la gran manzana.

— 10 —

8 Una mujer negra

cantaba en la estación con su voz potente

como los mismos trenes. Cientos de ojos

la descubrieron sorprendidos y miles de oídos

la retrataron amistosos. Era viernes

cerca de la medianoche y la gente bullía

y las voces se multiplicaban. Parecía un ajetreado día en Times Square mientras la voz

de la mujer negra

encendía la noche

y alegraba los oídos. — 11 —

9 El ferry cruza lentamente las aguas camino de Staten Island. Ha caído

la noche y el horizonte es un coro de luces. Los edificios iluminados y los puentes

gigantescos no son solo postales en el paisaje. El viento azota la cara y la famosa estatua de la libertad, más pequeña, menos interesante, nos mira en la lejanía.

La gente observa. Mira las aguas mansas. Nadie canta ni ríe. La mirada adusta.

Todos vuelven del trabajo mientras yo escribo. Mientras busco la alegría perdida

entre tanto cemento, acero y soledad.

— 12 —

10 Las calles del alto Manhattan son bulliciosas y muy sucias. Un olor a frutas podridas

e inoportunas camionetas

estremecen la postal equivocada Dónde el Nueva York limpio

y respetuoso, dónde el tráfico sereno de avisos y películas.

La realidad es un monstruo respetable

pese a las banderitas y avisos luminosos. De mil caras y mil lenguas es esta ciudad. Mil rostros

que no existen para el márketing

sino para las propias miradas sorprendidas. Una voz frente a miles de palabras.

Un latido para tanta vida acumulada. New York, 25 Set 2003

— 13 —

b NY 2003

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