Viaje de novia a Cabo Verde

June 8, 2017 | Autor: Pilar Perez | Categoria: Arts Education, Artes, Antropología, Antropología Visual, Educación Artística
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Viaje de novia a Cabo Verde Pilar Pérez Camarero

Viajo a Cabo Verde en septiembre, he defendido mi tesis doctoral entre arte y antropología en julio y, en la defensa, he realizado una performance “auto-boda” donde reinvento el ritual académico fundiendo con el litúrgico de tomar estado conmigo misma, y voy de blanco, mis amigas son mis damas, vienen también de blanco, tengo ramo y tarta “de tesis”. Planifico el viaje a Cabo Verde, como premio, como “viaje de novia” después de terminar esa etapa difícil de fin de tesis. Quiero que sea una experiencia diferente a los viajes de los últimos años, en los que he preparado mi investigación y me he sometido a disciplina en la experiencia de campo. Este viaje será más lúdico y libre, no obstante, lo haré sola como los otros, acompañada por mi cuaderno de campo y sueños, allí donde dibujo, registro y buceo adentro-afuera, del onírico nocturno a la magia de lo que encuentro en la vigilia.

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Siempre he pensado que un viaje hacia fuera es también una aventura interior de descubrimiento. Todos los lugares son simbólicos. Para mí Cabo Verde es una incógnita en África con música que me recuerda Brasil. Con la posibilidad de escuchar el portugués con otro acento. Y Cabo Verde son islas, preciosas imágenes de microcosmos, centros del imaginario. Un archipiélago como éste seguro que tiene muchas sorpresas que revelar. Isla da Sal. Llego a Isla de la Sal desde Lisboa, cinco horas de viaje. Aquí el mar es azul turquesa, la brisa calma y los nombres de las barcas llenos de poesía. Paseo y me dejo mecer por esta sensación de tranquilidad. La arena de la playa es muy blanca, no hay muchos turistas, las tiendas son pequeñas y las casas multicolor predominando el turquesa del mar, enseguida me acostumbro a la música feliz que envuelve el cotidiano, los árboles africanos son acogedores como sombrillas. Algunas mujeres llevan ropas tradicionales del lugar con complejos tocados y hay jóvenes inmigrantes senegaleses vendiendo en la playa. Cambio de hotel varias veces, me gusta experimentar espacios de paso e ir fotografiando los detalles, la entrada, los muebles, lo que se ve desde la habitación, el teléfono negro -“negro teléfono” decían de algunas pieles en Cuba-, mis bultos del pequeño equipaje que transporto, las diferentes camas y a mi misma en los espejos. Mis autorretratos del viaje son casi todos especulares. Tomo muchas fotos de los nombres de las barcas, poesía visual “Rio de Ouro”, “Vali pena”. También los locales tienen rótulos llenos de evocación “Bar nada a Ver”, “Le Paris”. En Cabo Verde el “tiempo” no significa lo mismo que en España. Me recuerda Cuba, las cosas suceden no se sabe cuándo, una sale de casa y llegará en algún momento a su destino, las guaguas pasarán, cuando esto ocurra. En un coche de alquiler “aluguer”, un hombre lleva una camiseta con esta frase “no stress”, sabes cuando entras, no sabes cuándo sales. La música lanza al aire su energía feliz en el auto y vas rodeando calles, dando mil vueltas. El coche espera a una mujer que baja, compra el pan y vuelve a subir, todo a un ritmo cadente. Terapia anti-prisa. Visito un pequeño pueblo de pescadores y sigo fotografiando nombres en las barcas. Es en la misma Isla da Sal donde decido comprar unos billetes de avión para visitar algunas de las otras islas, perfilo mi itinerario, primero iré a Fogo, después a Santa María, por fin a Sao Vicente para regresar a Sal.

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Fogo. Los aviones son de hélices y es espectacular aterrizar en Fogo haciendo una cabriola en el aire, sobre al agua, la diminuta pista es una lengua que sobresale en el mar. Fogo es una isla llena de contrastes. Las mujeres con sus peinados complejos, como esculturas andantes, me recuerdan cabezas de otras mujeres en Cuba que fueron reproducidas por un escultor en piedra. Todo son evocaciones y la memoria va jugando a las parejas y junta un recuerdo a otro. Las calles de Fogo tienen sabor, son tortuosas y adoquinadas como las de Minas Gerais en Brasil, la ciudad de las piedras preciosas. En Fogo no hay piedras, pero tienen un volcán –de ahí el nombre de la isla- y la tierra es muy fértil. Las arenas de la playa negras, y los nombres de las barcas “Nene”, “Saia Preta” (como el color de esa arena). En Fogo conozco a dos españolas en una pequeña excursión al volcán. Cerca del volcán hay un poblado de antiguos descendientes de un francés. Aun hoy la hospedería es propiedad de otro francés. La huella del primero queda en el mestizaje de los niños, rubios y de piel chocolate, con “bolinhas” contra el mal de ojo atadas al cuello. Hay un hermoso viñedo, el paisaje es lunar, las casas se construyen de la misma tierra, pobreza frente al Ecotur, los pesos en la cabeza ¡sorprende lo que pueden llevar estas mujeres y lo ligeras que suben las cuestas con semejantes fardos! Y “felicidade”, buenas caras. Terminamos cenando el trío de españolas en un restaurante-hostal de una pareja formada por cubana y cabo-verdiano. Se intercambian impresiones del viaje y se habla en castellano, que es como darle un respiro al viaje iniciático. Cuando voy a tomar el avión para ir a Santa María, hay una tormenta que resulta un pequeño tornado que impide salir hasta el día siguiente. Este incidente me permite una nueva excursión a una aislada capilla, voy en taxi y regreso a pie, parece la campiña italiana, qué hermosura de campos, verde y fresco. Salgo con sol y regreso en la anochecida, el lugar de los miedos, cuando entro en la ciudad un rótulo en un camión

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“Dudo no dudo” refleja la imagen de mis propias conversaciones interiores. Dormiré en el hostal de la pareja cubano-caboverdiana, pues sufrí un ataque de mosquitos en mi anterior bonito hotel. Cenando con ellos en la cocina un cake de fiesta se emparejará a un recuerdo de ceremonia en la Habana “un violín” con su “madrina” y el Ave María junto a música de trance. Este día extra en Fogo me ha hecho comprender la identidad viajera de esta isla, con inmigrantes de ida y vuelta a América –sobre todo a Miami-, y me he sentido realmente a gusto en este lugar tan pintoresco.

Isla de Santa María. Santiago, la capital. Santiago la capital, es la ciudad más populosa del archipiélago. Me habían hablado mal de esta isla, las circunstancias hicieron que no fuera una experiencia fácil. La pareja del hostal me recomendó llamar a un conocido médico de origen cubano que vive en Santiago pues “es un lugar peligroso, no es bueno que salgas sin compañía”, le llamé y aprendí que de quien primero tenía que cuidarme era de este señor “tan atento” que se empeñaba en acompañarme hasta mi misma habitación, no me fuera a pasar algo. Los hados no estaban siendo propicios, con mi gusto por cambiar tanto de hotel, en este aun llamándose “Boa sorte” esa misma noche encontré cucarachas en el cuarto, pequeñitas pero abundantes. Bajé a recepción “Tem baratas no quarto” le dije, y el hombre no cambió el gesto, subió con un bote de insecticida y echó un poquito al aire como si fuera un ambientador de diseño. Me quedé sola y sin reaccionar

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enseguida, pero luego volví a bajar, le pedí el bote “no se moleste en subir de nuevo” y rocié bien toda la habitación: los rincones, el baño y luego hice un dibujo ritual, rodeé de producto la cama y mis zapatos – imagínense las inquietantes imágenes que estaban apareciendo en mi imaginación-. Me arropé y cerré los ojos, entonces empecé a sentirme francamente mal. Antes del desafortunado encuentro con el “protector” había decidido darme un homenaje comiendo en un restaurante súper elegante en la zona de embajadas -tengo la fotografía de la ensalada que me zampé disfrutando el lujo del localpero el pulpo me cayó como una bomba. A la mañana siguiente había cantidad de pequeñitos insectos en la forma que dibujé con el insecticida, los miré con un malestar creciente que me recordaba ora la amebiosis que me llevé de trofeo en Cuba ora la pequeña tifoidea de México. Tenía que haberme agenciado una bolinha protectora en Fogo, ¡qué mala pata! Y me ves buscando una farmacia y un remedio en un taxi de salvación, y tomando un avión en semejante estado hacia Sao Vicente. Ya en el vuelo me empecé a sentir mejor, vaya constelación de mala suerte con mala prensa de un lugar, y algo neurótica y psico-somática reacción mía. ¡Lo más cercano a una noche de bodas para mi viaje de novia!

Sao Vicente Llegar a Sao Vicente y mejorar a grandes pasos. Isla de la música, la más animada, con su escola de samba. Siguen los carteles evocando “Restaurante chave d’ouro”, el encantador mercado rotulando los nombres familiares de los vendedores “Ernestina Medina”, “Cujinha”, cuántas historias de vida detrás de esos nombres. Ser mujer y caminar sola en un lugar diferente, sentir la amabilidad de los extraños, encontrar la familiaridad en las conversaciones con los niños, en un idioma diferente, con un dialecto distinto, entendiéndose casi desde el corazón más que desde las ideas. Sao Vicente, ciudad de Cesarea Évora la recordaré siempre como la del corazón, la fuerza del amor, y extraordinariamente por una triste e inevitable circunstancia, la muerte del músico Luis Morais. 5

Había escuchado su saxo en Fogo, donde tuve noticia del suceso. Y llegando a Sao Vicente, me encontré con su funeral. Ríos de gentes negras caminando hacia el cementerio local, niños enlazados por las manos llevando coronas de flores y discos del maestro “querido profesor”, la emoción en el aire. Tomé algunas fotos, mezclada entre las gentes, blanca entre negros, con lágrimas corriendo por mi cara, tan emocionada, por tanto cariño, tanta demostración. Y ellos, mirándome, preguntándose quizás qué hacía allí alguien que claramente venía de lejos, tomando alguna foto ¿periodista?, llorando ¿le conocía? En el cementerio algunos niños posan para una foto, como ya me habían solicitado en otros momentos del viaje algunos lugareños; uno de los niños me dice “mi hermano está allí”. El misterio de la vida y la muerte, la gran lección de la convivencia con ambas con normalidad, festejar hasta el final. El pueblo entero acompañando al querido profesor de la escuela municipal de música. Las mujeres cantando mornas en las esquinas del cementerio, sin público, con voces profundas y llenas de melancolía. Regresé visitando Sao Pedro, un pequeño pueblo de pescadores, donde las barcas enfiladas tienen sus nombres familiares “Djininha”, “Gizela”, poéticos “Cristalina”, los pescadores recogen las redes y los niños juegan en la arena. Esperando el embarque de vuelta los hombres miran el fútbol. Las camisetas que tantos de ellos visten no dejan duda de la afición, como en Brasil, como en Argentina, otros recuerdos. Regresando en el aeropuerto, los turistas occidentales están morenos, han disfrutado unos días de playa y música, ellas llevan las trencinhas en toda la cabeza como recuerdo que lucirán durante un tiempo. Cuando llego a Madrid y tomo un taxi, veo que sobre el aparato para contabilizar el gasto, el conductor tiene una figurilla, es un “conguito”; el taxista pícaro, después de preguntarme de dónde vengo y responderle que de Cabo Verde, me pregunta ¿usted no se trajo algún africano de vuelta?

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