Zárraga modernista: aventura y aprendizaje

July 9, 2017 | Autor: Fausto Ramírez | Categoria: History of Art
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Ya otros investigadores me han precedido en la utilización de este texto para hacer el recuento narrativo de la trayectoria biográfica y estilística de pintor duranguense, de manera especial Elisa García Barragán en dos ensayos sucesivos: Ángel Zárraga. Entre la alegoría y el nacionalismo, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1992; y "Los itinerarios de Ángel Zárraga", en Zárraga, México, BITAL, 1997, pp. 56-82.
Ángel Zárraga, Aprendizaje. Conferencia sustentada en el Palacio de Bellas Artes el 10 de octubre de 1941. Ediciones de la Secretaría de Educación Pública, México, 1942. pág. 9.
Para dominar el oficio, "en una constante aspiración a lo perfecto", Zárraga comenzó por "dibujar mucho". En una entrevista que le hizo Carlos González Peña en enero de 191l, el duranguense afirmó : "Mi primer maestro fue Ruelas, y tengo el orgullo de decir que fui yo su único discípulo" (Carlos González Peña, "Hablando con Ángel Zárraga", Arte y letras, 29 de enero de 1911; recogido en Xavier Moyssén, La crítica de arte en México, 1896-1920, 2 tomos, México, Instituto de Investigaciones Estéticas/Universidad Nacional Autónoma de México, 1999, tomo I, pág. 478).
Zárraga, Aprendizaje, pp. 8-9.
Ibid, pág. 10.
En un texto temprano, publicado en ocasión del fallecimiento del artista zacatecano, Zárraga encomió el heroismo de Ruelas y los que hicieron de la Revista moderna el vocero de los ideales modernistas, en una época adversa a "toda manifestación de arte en México": ellos "fueron como una roca heroica donde cada día se encendió juvenil, gallarda, gloriosa, la lámpara clara, llena de un santo óleo de Poesía y de Belleza" (Ángel Zárraga, "Julio Ruelas", Revista moderna de México, octubre de 1907; recopilada en Moyssén, op. cit., tomo I, pág. 333).
Ambos dibujos –el segundo más diestro que el primero- vienen ilustrados (e identificados con los títulos genéricos de "Figura humana cargando un ciervo" y "Estudio de cabeza") en Miguel Ángel Echegaray et al, Ángel Zárraga, primer realista mexicano del siglo XX, Durango, Gobierno del Estado de Durango/H. Ayuntamiento del municipio de Durango/Instituto de cultura del Estado de Durango/Instituto municipal del Arte y la cultura, 2006, pp. 44-45.
Archivo General de la Nación, Ramo Instrucción Pública y Bellas Artes, Escuela Nacional de Bellas Artes, caja 186, expediente 32 y caja 187, exp. 2 (Flora Elena Sánchez Arreola, Catálogo del archivo de la Escuela Nacional de Bellas Artes, 1857-1920, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996, pp. 341 y 347.
Zárraga, Aprendizaje, pág. 8.
Las frases o palabras entrecomilladas están tomadas de ibid, pp. 8-14, passim.
Ibid, pág. 10.
Ibid, pág. 11.
Ibid, pág. 14.
Mis fuentes bibliográficas para esta sección fueron: Philippe Roberts-Jones (editor), Brussels. Fin de siécle, Colonia, Evergreen, 1999; el catálogo de la exposición Les XX. EL nacimiento de la pintura moderna en Bélgica, Madrid, Fundación cultural MAPFRE-VIDA, 2001 (con ensayos de Serge Goyens de Hueusch, Jane Block y Juan San Nicolás); y MaryAnn Stevens, "Belgian art: Les XX and the Libre Esthétique", en el catálogo de la exposición Post-Impressionism. Cross-currents in European painting, Londres, The Royal Academy of Art, 1979.
Ángel Zárraga, "Algunas notas sobre pintura", Savia moderna, núm. 4, junio de 1906, pp. 224-225 (el subrayado en el original); reproducido en Moyssén, op. cit., t. I, pág. 223. El documento está fechado en "Madrid, mayo de 1906".
Ibid, pág. 225; Moyssén, pág. 224.
Ibid, pág. 226; Moyssén, pp. 224-225.
Las menciones a estos artistas se hallan divididas entre dos textos de Zárraga publicados en Savia moderna: el antes citado (pág. 225) y una carta dirigida a Luis Castillo Ledón, co-director de la revista, "Desde Europa", idem, núm. 1, marzo de 1906, pp. 15-16.
Zárraga, "Desde Europa", idem, pág. 16.
Zárraga, Aprendizaje, pp. 14-15.
He consultado el catálogo de la exposición Jan Toorop (1858-"928). Impressioniste, symboliste, pointilliste, con textos de Victorine Hefting, París, Institut Néerlandais, 1977.
Zárraga, "Algunas notas sobre pintura", loc. cit., pp. 225-228.
María Luisa Novelo, "El tiempo y el espacio de Ángel Zárraga", en Zárraga, BITAL, pág. 17. Tal vez se basó en una afirmación que le hizo Zárraga a Rodolfo Panichi, en un artículo de 1910 citado más adelante.
Isidore Verheyden (1846-1905) practicó la pintura de paisaje dentro de un estilo realista; inclinado por los efectos de la luz, en los años 80 "optó por una paleta más clara y una factura próxima a la de los impresionistas". Participó en las primeras exposiciones del círculo de Les XX, del que fue miembro entre 1884 y 1888, en que dimitió. "En 1900 fue nombrado profesor de 'Pintura según la Naturaleza' en la Academia de Bruselas, de la que, cuatro años más tarde, fue su director" (Les XX. El nacimiento de la pintura moderna en Bélgica, pág. 329).
En ella, el pintor le dice: "Acabo de regresar de Holanda; traigo del mar bríos nuevos He trabajado pintando y dibujando con todas mis fuerzas, y mi libro, "En busca de Dulcinea", está casi terminado" (Zárraga, "Desde Europa", loc. cit., pág. 16).
Ángel Zárraga, "Ricardo Baroja", en Revista moderna de México, febrero de 1907; en Moyssén, op. cit., t. I, pp. 273-274; y "Pintores de excepción, Francisco Iturrino", Revista moderna de México, agosto de 1907; recogido en ibid, t.. I, pp. 302-304. El artículo sobre Baroja está firmado en "Toledo, a 25 de noviembre de 1906" y el de Iturrino en "Sevilla-Córdoba, abril de 1907".
Julio Caro Baroja menciona a Zárraga, junto con Roberto Montenegro y Diego Rivera, como discípulos del aguafortista en Itinerario y derrotero de Ricardo Baroja, Bilbao, Museo de Bellas Artes, 1987, pp. 59-60.
Conviene advertir que, en la exposición que montaría en noviembre de 1907 en la Escuela Nacional de Bellas Artes de la Ciudad de México, Zárraga expuso, además de pinturas y dibujos, un aguafuerte (véase Sans Parti-Pris, "Exposición Ángel Zárraga. Notas de un profano", El tiempo ilustrado, 17 de noviembre de 1907; recopilado en Moyssén, op. cit, t. I, pág. 353).
María Luisa Novelo, op. cit., pp. 17-18.
Rodolfo Panichi, "Angel Zarraga", Siena, Stabilimento tipografico R. Zazzei, 1910 (Estratto dal No. 32 della Vita d'Arte ), pág. 1 (consulté la copia de este documento que existe en el Centro de Estudios de Historia de México CONDUMEX. Además, Antonio Luna Arroyo lo reprodujo, traducido al castellano, en la indispensable sección documental de su libro Rescate de Ángel Zárraga, México, edición del autor, 1969, pág. 169; uso su traducción, pero le añado la aclaración "en Madrid", existente en el original. Según el mismo investigador, Rubén Darío reiteró la noticia del discipulado con Sorolla en el artículo que le dedicó a Zárraga en Mundial Magazine, 1911 -Luna Arroyo, ibid, pág. 52).
Es posible que Zárraga haya encontrado analogías, en la pintura de Sorolla, con los cuadros de los luministas belgas Émile Claus y Adrian-Joseph Heymans, co-fundadores en 1904 del círculo Vie et Lumiére, que le merecieran elogios cuando vio la exposición de La libre esthétique en Bruselas en 1905.
Me baso en Javier Moya Morales, "España blanca: La fiesta", en el catálogo de la exposición La mirada del 98. Arte y literatura en la Edad de Plata, Madrid, Sala Julio González, Ministerio de Educación y Cultura, 1998, pp. 154-155.
Novelo, op. cit., pág. 18.
La Fornarina fue una rubia cupletista de primera categoría llamada Consuelo Bello, que alcanzó notoriedad bajo tan rafaelesco seudónimo. Era una mujer muy atractiva y elegante, que sabía desempeñarse con solvencia en todos los círculos sociales del Madrid fin de siglo. Inspiró a novelistas como Ramón Pérez de Ayala (en Tinieblas en las cumbres y, sobre todo, en Troteras y danzaderas) y a "El Caballero Audaz" (quien la retrató en su novela La sin ventura). Emilio Carrère le dedicó a esta cantante la cuarteta siguiente: "¡Te presintió Rafael/al dar vida a tu divina/hermana con su pincel,/Fornarina" (Andrés Amorós, Vida y literatura en "Troteras y danzaderas", Madrid, Editorial Castalia, 1973, pp. 212-214.
Esta opinión de Vegue y Goldoni, publicada en la revista Sagitario, fue transcrita en el artículo anónimo "Los pintores mexicanos en Europa. Ángel Zárraga", El mundo ilustrado, 21 de abril de 1907; en Moyssén, op. cit., t. I, pág. 266.
De hecho, a fines de la primavera solía abandona París y recorrer el país vasco (su lugar de origen), Aragón, La Rioja, Madrid, hasta llegar a Andalucía; por fin, a principios del otoño arribaba a Segovia, donde moraba su tío Daniel, el ceramista, que fue quien lo inició en el amor por aquella ciudad castellana -una veneración compartida por otro vasco, como él: Unamuno- ( ver las entradas correspondientes a las pinturas "Mi tío y mis primas y "El Cristo de la Sangre, por Mariano Gómez de Caso, en el catálogo de la exposición itinerante Ignacio Zuloaga. 1870-1945, Bilbao , New York y Dallas , 1990, pp. 156 y 190).
Vegue y Goldoni, loc. cit., t. I, pág. 267.
La referencia bibliográfica obligada para Zuloaga es el gran estudio monográfico de Enrique Lafuente Ferrari, que yo consulté en su versión al inglés (coordinada por Thomas Molloy): The life and work of Ignacio Zuloaga, Barcelona, Planeta, 1991. También el ya mencionado catálogo de la exposición itinerante Ignacio Zuloaga. 1870-1945, Bilbao-New York Dallas, 1990 (la cita entrecomillada, en la pág. 13 de este catálogo)
Julian Gállego, "The Spain of Zuloaga", en el mismo catálogo, 1990, pág. 71.
Zárraga, Aprendizaje, pág. 15.
M.M.B. (¿Mercedes Mudarra?), comentario a "Musa gitana", de Julio Romero de Torres, en el catálogo de la citada exposición La mirada del 98…, ppr. 171-172.
"En el comedor del benéfico establecimiento están dos abuelos. El uno, duro de gesto, ciñe con sus manos patinosas una panzona jarra de Talavera; el otro anciano, a la izquierda de su compañero, mira embobado con ojuelos de bermejo ribete y se apoya en una cayada, contra cuyo puño estruja las cuentas de un rosario". Como queda dicho, el texto fue transcrito en la prensa mexicana bajo el título de "Los pintores mexicanos en Europa. Ángel Zárraga", El mundo ilustrado, 21 de abril de 1907 (Moyssén, op. cit., t. I, pág. 267).
Alfredo Híjar y Haro, "La exposición de Ángel Zárraga en la Academia Nacional de Bellas Artes", Arte y letras, noviembre de 1907 (en Moyssén, op. cit., t. I, pp. 348-349); y Sans Parti-Pris, "Exposición Ángel Zárraga. Notas de un profano", El tiempo ilustrado, 17 de noviembre de 1907 (en ibid, t. I, pp. 349-354).
La crítica de Agüeros es mucho más extensa y menos reticente que la de Híjar y Haro, al ponderar los méritos del joven pintor, aunque no deja de apuntar los defectos de aquellas telas que le parecieron poco logradas. Hace una amplia relación de los títulos y las técnicas de las obras expuestas, con breves comentarios acerca de la mayoría y demorándose en el comentario a las que ha encontrado más notables. Para él, Los viejos el asilo era "lo mejor de la exposición y la obra mejor acabada de todas las que conocemos de Zárraga". Por lo que toca a El viejo del escapulario lo caracteriza como "un místico grave, parsimonioso" y, citando a un crítico español, lo compara con los "tipos pardos pintados por Zurbarán, por Ribera y por el mismo Velázquez, cuando pintó La adoración de los pastores".
Híjar y Haro, en loc. cit., t. I, pág. 348.
Zárraga cedió El hombre del escapulario y se le compró la pintura titulada El tío Lucas (ver Flora Elena Sánchez Arreola, Catálogo del archivo de la Escuela Nacional de Bellas Artes, 1857-1920, México, Instituto de Investigaciones Estéticas/Universidad Nacional Autónoma de México, 1996, pág. 219, caja 20, expediente 30, y pág. 182, caja 19, exp. 33. La cantidad autorizada para la compra fue de mil pesos).
Tengo la sospecha de que, cambiado el título desde la segunda década del siglo XX, ésta última no es otra que la conocida como El hombre del paraguas o del perro.
Miguel de Unamuno, En torno al casticismo (1895), Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1945. La noción de "lo intrahistórico" queda planteada desde el primer capítulo ("La tradición eterna"), en particular en los incisos III y IV, pp. 26-36.
Véase el capítulo "Las palabras inusitadas" del libro que Azorín dedica a evocar las experiencias compartidas con sus compañeros de la generación del '98: Madrid (Buenos Aires, Losada, 1967, pág. 122).
Híjar y Haro, loc. cit., T. I, pág. 349.
Paulette Patout, "La aventura europea", en Zárraga, BITAL, pág. 138.
Sobre la admiración por El Greco entre los artistas y literatos de principios del siglo XX hay abundante literatura, inclusive proporciona materia para algunos pasajes novelísticos (de manera destacada, en Camino de perfección, de Pío Baroja, en donde justo Fernando, el protagonista, visita por vez primera la iglesia de Santo Tomé en medio de la noche para ver el cuadro del Entierro). Pero el conjunto de ensayos reunidos en el ya varias veces referido catálogo de la exposición La mirada del 98. Arte y literatura en la Edad de Plata es, en mi opinión, una de las mejores síntesis de las estrechas relaciones entre las artes plásticas, las letras y la cultura en general de aquel crítico periodo que se caracterizó por su extraordinaria creatividad (véase en especial el ensayo de José Álvarez Lopera, "El presente como historia", y los comentarios a las pinturas que le siguen, pp. 50-75).
Jorge Alberto Manrique, Ángel Zárraga en la colección de la CNIC, México, Cámara Nacional de la Industria de la Construcción, 1994 (2° edición), pág. 37.
Ibid, loc. cit.
Para un comentario sobre ambas pinturas, en relación con la novela de Louÿs, véanse las fichas correspondientes, redactadas por Fausto Ramírez, en Varios autores, Colección Andrés Blaisten. Arte moderno de México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2005, pp. ; sobre la posterior adaptación teatral de la novela, que la aproxima al tiempo de Zárraga, ver Patout, op. cit., pág.139.
Ángel Zárraga, "Algunas notas sobre pintura", Savia moderna, núm. 4, junio de 1906; reproducido en Moyssén, op. cit., t. I, pág. 223.
Loc. cit..
Era una mujer muy atractiva y elegante, que sabía desempeñarse con solvencia en todos los círculos sociales del Madrid fin de siglo. Inspiró a novelistas como Ramón Pérez de Ayala (en Tinieblas en las cumbres y, sobre todo, en Troteras y danzaderas) y a "El Caballero Audaz" (quien la retrató en su novela La sin ventura). Emilio Carrere le dedicó a esta cantante la cuarteta siguiente: "¡Te presintió Rafael/al dar vida a tu divina/hermana con su pincel,/Fornarina" (Andrés Amorós, Vida y literatura en "Troteras y danzaderas", Madrid, Editorial Castalia, 1973, pp. 212-214.
Citado en el artículo anónimo "Los pintores mexicanos en Europa. Ángel Zárraga", El mundo ilustrado, 21 de abril de 1907; en Moyssén, op. cit., t. I, pág. 266.
Véase el artículo "Ricardo Baroja", que redactó el propio Ángel Zárraga, publicado en Revista moderna de México, febrero de 1907 (reproducido en ibid, t. I, pp. 273-274. Julio Caro Baroja menciona a Zárraga, junto con Roberto Montenegro y Diego Rivera, como discípulos del aguafortista en Itinerario y derrotero de Ricardo Baroja, Bilbao, Museo de Bellas Artes, 1987, pp. 59-60.
Ángel Zárraga, "Pintores de excepción, Francisco Iturrino", Revista moderna de México, agosto de 1907; recogido en Moyssén, op. cit., t.. I, pp. 302-304.
"Los pintores mexicanos en Europa", artículo anónimo ya citado; recogido en ibid,, t. I, pág. 267.
Todas las citas entrecomilladas provienen de Sans Parti-Pris, "Exposición Ángel Zárraga. Notas de un profano", El tiempo ilustrado, 17 de noviembre de 1907 (recopilado en ibid, t. I, pp. 349-354).
Ángel Zárraga, "Algunas notas sobre pintura", Savia moderna, antes citado (Moyssén, op. cit., t. I, pp. 224-225).
Sobre la admiración por El Greco entre los artistas y literatos de principios del siglo XX hay abundante literatura, inclusive proporciona materia para algunos pasajes novelísticos (de manera destacada, en Camino de perfección, de Pío Baroja); pero el conjunto de ensayos reunidos en el catálogo de la exposición La mirada del 98. Arte y literatura en la Edad de Plata (Madrid, Sala Julio González, Ministerio de Educación y Cultura, 1998) es, en mi opinión, una de las mejores síntesis de las estrechas relaciones entre las artes plásticas, las letras y la cultura en general de aquel crítico periodo que se caracterizó por su extraordinaria creatividad.
Miguel de Unamuno, En torno al casticismo (1895), Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1945. La noción de "lo intrahistórico" queda planteada desde el primer capítulo ("La tradición eterna"), en especial en los incisos III y IV, pp. 26-36.
Véase el capítulo "Las palabras inusitadas" del libro que Azorín dedica a evocar las experiencias compartidas con sus compañeros de la generación del '98: Madrid (Buenos Aires, Losada, 1967, pág. 122).
Sans Parti-Pris, op. cit., t. I, pág. 353.
Flora Elena Sánchez Arreola, Catálogo del archivo de la Escuela Nacional de Bellas Artes, 1857-1920, México, Instituto de Investigaciones Estéticas/Universidad Nacional Autónoma de México, 1996, pág. 219 (caja 20, expediente 30).
Ibid, loc. cit. y pág. 182 (caja 19, exp. 33). La cantidad autorizada para la compra fue de mil pesos.
Miguel de Unamuno, En torno al casticismo (1895), Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina (Colección Austral), capítulo V, secciones V y VI. pp. 139-146. .
"Angel Zárraga", por Rodolfo Panichi, Siena, Stabilimento tipografico ditta R. Zazzer, 1910. Estratto dal num. 32 della Vita D'Arte, apud Antonio Luna Arroyo, Rescate de Angel Zárraga, México, edición del autor, 1970, p. 171.
Pierre Louys, La mujer y el títere. Versión castellana de Emilio Dardon, México, Thais, 1953, p. 133.
Para la opinión de Zárraga acerca de dichos maestros, véanse dos de sus artículos: "Desde Europa", Savia moderna, núm1, marzo de 1906 ("la santidad plástica del beato Angélico; la harmonía infinita, de música y de verso, de Sandro Botticelli…"; recogido en Xavier Moyssén, La crítica de arte en México, 1896-1920, 2 tomos, México, Instituto de Investigaciones Estéticas/Universidad Nacional Autónoma de México, 1999, tomo I, pág. 211) y "Algunas notas sobre pintura", Savia moderna, núm. 4, junio de 1906 ("el divino Sandro" y "Leonardo el dios"; en ibid, t. I, pág. 226); y, el de Carlos González Peña, "Hablando con Ángel Zárraga", Arte y letras, 29 de enero de 1911; "Benozzo Gozzoli y Ghirlandaio –sus dos predilectos entre los primitivos florentinos"; en ibid, t. I, pág. 479).

José Juan Tablada, "Desde París. El Salón de Otoño (Ángel Zárraga)", en Revista de revistas, año II, núm. 98 (10 de diciembre de 1911), pp. 1-19 (Recogido en el volumen III de las Obras de Tablada, Los días y las noches de París. Crónicas parisienses. Edición de Esperanza Lara Velázquez, UNAM, 1988, pp. 105-110).
Archivo General de la Nación, Ramo Instrucción Pública y Bellas Artes, Escuela Nacional de Bellas Artes, caja 186, expediente 32 y caja 187, exp. 2 (Flora Elena Sánchez Arreola, Catálogo del archivo de la Escuela Nacional de Bellas Artes, 1857-1920, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional Autónoma de México, 1996, pp. 341 y 347.
Idem, caja 20, exp. 2 ( Sánchez Arreola, ibid, pág. 189). Los dibujos en cuestión fueron: Cabeza de estudio en negro, Cabeza de estudio en rojo, La vieja mendiga y La vieille mademoiselle.

Carlos González Peña, "Hablando con Ángel Zárraga", citado apud Moyssén, op. cit., t. I, pág. 479.
José Juan Tablada, "Artistas mexicanos en Europa. Ángel Zárrag)", en el suplemento dominical de El diario, núm. 1586 (22 de julio de 1912), p. 5; recogido por Lara Velázquez (editora), op. cit., pp. 253-256.
José Juan Tablada, "Artistas mexicanos en Europa. Ángel Zárraga", suplemento dominical de El diario, 22 de julio de 1912; reproducido en José Juan Tablada, Obras, tomo III, Los días y las noches en París. Crónicas parisienses. Prólogo, recopilación y notas de Esperanza Lara Velázquez. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1988, p. 254.
"En la luminosa ciudad del Arno, cuna de las inspiraciones de Benozzo Gozzoli y Ghirlandaio –sus dos predilectos entre los primitivos florentinos..." (Carlos González Peña, "Hablando con Ángel Zárraga", Arte y Letras, 29 enero 1911, en Moyssén, op. cit., tomo I, p. 479). Además, El mundo ilustrado reprodujo en sus páginas Los Reyes Magos, calificándola como "bellísima" (Tablada, "El pintor Angel Zárraga", 1 de febrero de 1914; Moyssén, tomo II, p. 11).
Tablada, ibidem, en Moyssén, tomo II, p. 12.
Véase Émile Mäle, Iconografía del arte cristiano, 5 volúmenes, Iconografía de los santos, vol. 5, de la P a la Z, Barcelona, Ediciones del Serbal, 1998, pp. 193-207 De ahí he tomado la información básica sobre el santo, y las dos frases entrecomilladas.
Ángel Zárraga, "Eucaristía", Revista moderna, Arte y ciencia, año 5, núm. 14 ( 2° quincena de julio de 1902), pág. 212..
Elisa García Barragán menciona, como representativas de dicha interpretación, a María Luisa Novelo y a Teresa del Conde (quien, además, sostiene que la mujer implorante al lado de Sebastián se parece a la madre de Zárraga –cosa que, a mi parecer, desmienten los retratos existentes de aquella señora); véase el ensayo de García Barragán, "Los itinerarios de Ángel Zárraga", en Zárraga, México, BITAL, 1997, pág. 71.
La investigadora Paulette Patou, al comentar Los clowns, otro cuadro de 1911, advierte que esa tela "contiene su autorretrato, con sus inevitables bigotes, a través del payaso tradicional del circo francés, Auguste, pobre, mal vestido y sentimental. Con las manos impotentes, sujetas en el cinturón, parece de baja estatura – complejo de Zárraga-, a los pies de una joven bellísima que presta un oído atento al clown blanc, prototipo de la elegancia", Una visión denigratoria de sí mismo, muy distinta de la imagen del bello efebo pensativo y melancólico que encarna su construcción visual idealizada de la imagen y el destino del "pintor" (Paulette Patou, "La aventura europea", en Zárraga, ibid, pág. 139).
La misma Paulette Patout propone, como modelo para el Sebastián –y, yo añadiría, para el artista de El pan y el agua - a Amadeo Modigliani; una hipótesis con mayores probabilidades de credibilidad que la de que se trate de un autorretrato (véase, de Patou, ibid,.pág. 138).
José Juan Tablada, "Desde París. El Salón de otoño. Ángel Zárraga", Revista de revistas, 10 de diciembre de 1911; reproducida en Xavier Moyssén, La crítica de arte en México, 1896-1921, 2 tomos, México, Instituto de Investigaciones Estéticas/Universidad Nacional Autónoma de México, 1999, t. I, pág. 559.
Ulrico Brendel, "El Salón de Otoño", Argos, 5 de enero de 1912; apud Moyssén, ibid, t. I, p.564.
Tablada, "Desde París…", Revista de revistas, 10 de diciembre de 1911; reproducida en loc. cit.
Alfonso B. Monglardini, "Los últimos cuadros del pintor mexicano Ángel Zárraga", Revista de revistas, 25 de mayo de 1913; recogido en Moyssén, op. cit., t. I, pp. 607-608. Debo de advertir que, en el texto original de Tablada y en todos los que posteriormente lo han citado, el nombre del ciclo aparece como "Los cielos del amor", lo cual me parece una errata evidente.
José Juan Tablada, "El pintor Ángel Zárraga", El mundo ilustrado, 1 de febrero de 1914; reproducido en Moyssén, ibid., t. II, pp. 11-12.
María Luisa Novelo, ""El tiempo y el espacio de Ángel Zárraga", en Zárraga, BITAL, anteriormente citada, pág. 21.
The devil is a woman, o Carnival in Spain, son los títulos alternativos del filme. Conviene puntualizar que la acción de la novela arranca a finales del carnaval de 1896, en Sevilla.
Pierre Louys, La mujer y el títere. Versión castellana de Emilio Dardon, México, Thais, 1953, p. 137.
ZÁRRAGA, MODERNISTA: APRENDIZAJE Y AVENTURA

El 10 de octubre de 1941, Ángel Zárraga (Durango, 1886-Ciudad de México, 1946) dio una conferencia en el Palacio de Bellas Artes. El pintor duranguense, recién vuelto a México tras una estancia de 27 años en Europa, se presentó ante los concurrentes a aquel evento –según lo expresó en el exordio- con el propósito de "rendir cuentas" de su participación como artista mexicano en "la aventura de la pintura francesa", tal como la había vivido durante aquella ausencia dilatada. En realidad, la plática resultó ser toda una reflexión, emocionada y emotiva, sobre su propia trayectoria artística y humana, desde su lejano tránsito por la antigua Academia de San Carlos hasta su un tanto azorada y polémica reintegración a la patria. En suma, una breve autobiografía intelectual, o "vida del artista contada por sí mismo", tejida sobre la trama de la pintura francesa contemporánea, y que, amén de su valor testimonial, puede servirnos de guía para reconstruir los años de formación y primera producción de nuestro pintor.
Se trata, por supuesto, de un texto tardío, que debe ser visto en perspectiva, en cotejo con otras publicaciones suyas. Gracias a la sostenida labor del joven Zárraga como articulista en publicaciones culturales como la Revista moderna de México, Savia moderna y Revista de revistas, así como a las numerosas entrevistas que se le hicieron y los comentarios críticos a las exposiciones de sus obras durante aquellos mismos años, será posible ampliar o añadir alguna cosa, señalar omisiones o proponer juicios alternativos y aun rectificaciones a aquello de lo que el pintor quiso dejar registro en su conferencia de 1941. Ésta salió publicada al año siguiente, por la Secretaría de Educación Pública, bajo el título, escueto y significativo, de "Aprendizaje". Todo un acierto, puesto que de experiencias de "aprendizaje" y "aventura" de orden estético estuvieron colmadas las dos primeras décadas de la vida artística de Zárraga, dentro de las cuales se ubica y desenvuelve su etapa modernista, tema de este capítulo.
*****
Fue breve el paso de Zárraga por la Escuela Nacional de Bellas Artes, "en la fiebre de quince años", pero según su propio testimonio, dejó en él una impronta crucial. Si de joven sólo menciona como su "primer maestro" a Julio Ruelas, en la clase de Dibujo del yeso, y aun llega a alardear de haber sido "el único discípulo", en sus reflexiones de 1941 reconsidera la cuestión y admite que fue en San Carlos donde echó los cimientos clásicos de su pensamiento artístico. Y reconoce la deuda que contrajo entonces, y para toda la vida, con las enseñanzas de Santiago Rebull y de José María Velasco:
En nuestra vieja academia teníamos dos certidumbres, dos testimonios que nos parecían de una irrecusable autenticidad: uno se llamaba don Santiago Rebull, el otro don José María Velasco. Ciertamente, la investigación impresionista nos era conocida; ciertamente, en nuestra anhelosa sed de renovación -entonces no se llamaba vanguardia-, cosa de toda juventud, habíase puesto en tela de juicio lo que llevábamos adentro, pero no en balde mi maestro Adrián Unzueta, discípulo de don Salomé Pina, me había hecho tocar con mis dedos infantiles la realidad poética de una roca de don José Ma. Velasco y abierto mis ojos a la inmensa luz mexicana de sus paisajes. Y no en vano mi maestro Julio Ruelas, a quien un día hablaba yo en la fiebre de mis quince años y después de que me había hecho dibujar durante días y días una calavera con una paciencia de primitivo, de uno de los grandes impresionistas, no en vano, repito, mi maestro Ruelas me había dicho: "No me cuentes cuentos chinos, un hueso es un hueso".
Esta relación con la Academia debe de haber ocurrido entre 1901 y 1903, año este último en que se le encomendó la dirección de la escuela al arquitecto Antonio Rivas Mercado, quien implantó un plan de estudios renovador, contratando a maestros como Germán Gedovius (Clase de Colorido) y Julio Ruelas, dos de los máximos representantes locales del modernismo, aparte del catalán Antonio Fabrés, traído a México por disposición del gobierno. De estos tres profesores, sólo Ruelas mereció varias menciones tempranas por parte de Zárraga, como queda dicho. El joven aprendiz pudo haber tomado la clase de Dibujo de perspectiva con Velasco y la de Dibujo del natural (o sea, del modelo desnudo) con Rebull (quien moriría en julio de 1902). Con todo, el admirativo homenaje rendido en su madurez a estos dos viejos maestros, acaso habría que entenderlo más bien por la prestigiosa presencia tutelar que encarnaban en el ámbito de la antigua Academia y no necesariamente como testimonio de un discipulado directo. No hay que olvidar que buena parte de la producción de aquellos maestros podía ser estudiada en las galerías de la propia Escuela. En la cita precedente estimamos lo que Velasco significaba a la sazón: la ilusoria palpabilidad de la materia pintada y el amor por el paisaje mexicano. Por lo que atañe a Rebull, Zárraga aporta un dato revelador en su conferencia de 1941: confiesa que ha visto hacía pocos días, temporalmente desprendidos del muro, cuatro de los tableros de Bacantes que ornan la terraza neopompeyana del Alcázar de Chapultepec. Halla en ellos la prueba de cómo la tradición del clasicismo francés, el de Jacques-Louis David y Jean-Dominique Ingres, fue transmitida a nuestra pintura por mediación de Rebull, no sin antes haber sido "vivificada por éste, quien puso en ella su propio calor de cosa nuestra. Así la savia francesa nutrió esta árbol nuestro, imperecedero y frondoso mientras haya hombres que pinten en este mundo".
La tradición clásica significaba la búsqueda de la perfección en la forma y del equilibrio compositivo, la primacía del dibujo como fundamento de toda práctica artística, el estudio constante del cuerpo desnudo y la prevalencia de la figura humana como objeto central de representación. Y esto fue una lección hondamente aprendida y asumida que Zárraga no olvidaría jamás: los principios inquebrantables de su credo artístico que afloraban de manera instintiva -él mismo lo dice y repite en Aprendizaje- y le permitieron tomar derroteros más bien tradicionalistas – o de un juste milieu- en momentos críticos de disyuntiva ante las seducciones de la vanguardia, a un tiempo atrayentes y desorientadoras.
Ruelas, por otra parte, además de la disciplina dibujística, significó para el adolescente el primer contacto inmediato con una visión moderna del compromiso artístico, signada por la subjetividad radical, la imaginación desbordada, la libertad en el abordaje de las iconografías consagradas, el regodeo en explorar los laberintos sombríos del erotismo y las perversidades a la moda, la obsesión con la muerte; y el afán de construir, con todo ello, un monumento a la Belleza que estremece y fulmina, propia de los tiempos post-baudelerianos. No era éste, suponemos, el Ruelas que florecía en las clases de la academia ("No me cuentes cuentos chinos, un hueso es un hueso"), sino el genio torturado que se volcaba sin tasa en las páginas de la Revista moderna. Fue en esta misma publicación, vocero prestigiado del modernismo, donde Zárraga dio a conocer sus primeros versos y dibujos ilustrativos, tributarios aún, estos últimos, de la expresiva soltura de la línea, sinuosa y recargada, del artista zacatecano. Junto con algunos dibujos tomados de yesos clásicos (El fauno del cabrito; Busto de Sócrates, ambos firmados en 1903) son muestra de la etapa "escolar" del aprendiz bisoño. Tal vez pertenezca a esta misma fase la bella versión del Adán y Eva o El pecado original, de la bóveda de la Stanza della Segnatura de Rafael en el Vaticano, primera muestra del amor de Zárraga por el esplendor de los cuerpos perfectos, y en donde a la prestancia del dibujo se suma la sensual suavidad del colorido y las texturas, en su regocijo por evocar la ilusión de la piel. La "sangre tropical" de que Zárraga alardeaba debe de haberlo llevado a espesar la fronda del árbol del Bien y del Mal y a sembrar flores en el sumario jardín paradisíaco en que la escena transcurre; también ha mudado el trampantojo del mosaico dorado del fresco original por un cielo azul grisáceo.
Pero pronto rompería el cerco académico, en busca de horizontes más amplios. Ya entonces definiría el joven duranguense las pautas a seguir en su formación profesional: un breve tránsito por las instituciones educativas o por el taller de algún maestro contemporáneo particularmente estimado, compensado por la pasión del viaje cultural y la vocación cosmopolita. Esto suponía la asidua visita a museos y monumentos en los capitales culturales del Viejo Continente, para el estudio detenido de los grandes maestros del pasado y la confrontación con las tendencias novísimas. En 1904 Zárraga abandonó la Escuela Nacional de Bellas Artes, y la patria misma, para emprender el primero de sus viajes de estudio a Europa. En un primer momento contó con el apoyo económico de su familia, reforzado más adelante, a partir de septiembre de 1906 y hasta diciembre de 1909, con una beca de pensionado que le concedió la Escuela Nacional de Bellas Artes.
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La primera estación de su viaje fue París, en donde permaneció poco tiempo. Las condiciones climáticas eran duras ("Diciembre, después de Navidad. 1904.- París de invierno bajo la nieve"). Pero peor aún fue el desconcierto del joven "académico" frente al arte nuevo que le tocó contemplar, cuando ya los "grandes impresionistas", pasados los años de lucha, empezaban a gozar de un reconocimiento apoteósico: las catedrales de Monet y sus "irisaciones"; los para nuestro joven pintor abstrusos esfuerzos de Cézanne por darle solidez al "accidente impresionista"; las invenciones de Toulouse-Lautrec, "que me parecía malsano". No por azar, se sintió más seguro al mirar algunos retratos de Renoir y de Degas ("un maestro como yo lo hubiera querido para mí"). En el lado opuesto del abanico de opciones contemporáneas, el "arte oficial" que halló en la École des Beaux Arts le pareció "totalmente negativo". Incluso, puesto "frente a los grandes murales de Puvis de Chavannes", pudo admirar "el orden, pero a mi sangre tropical parecía frío"…
Le quedaba una alternativa: reafirmar sus principios en la contemplación de los maestros de antaño, y a eso se dedicó con perseverancia y entusiasmo: "Mi refugio era el Museo del Louvre en donde frente a los grandes venecianos, los Ticianos y los Veronés y los Tintorettos, encontraba en el pasado algo de mi perdido equilibrio. Siguiendo mis peregrinaciones en las salas del gran Museo y de la Escuela francesa del siglo XIX, me detenía con respeto delante de los admirables retratos de Luis David. Y es que en Luis David encontraba yo aquella savia que nutrió a nuestros pintores mexicanos a través de nuestra enseñanza ingresca trasmitida por el grande Rebull".
En sus remembranzas de 1941, Zárraga expone sin ambages la solución a la disyuntiva que se le presentó durante esta primera estancia parisiense:
Así, pues, en mi desconcierto de joven pintor, estaba yo puesto en el dilema: romper con mi corto pasado e infeudarme a lo que llamaré retrospectivamente la vanguardia, representada entonces por la cola del impresionismo, o guardar mis enseñanzas mexicanas. Y por gracia de Dios opté por éstas. No fue ello el resultado de un razonamiento, ni siquiera el de de una introspectiva discusión. Pura y simplemente el instinto, el instinto primitivo de no comer lo que hace daño.
Y añade: "Y decidí, a pesar de la tentación que para mi ferviente juventud tropical constituía la estancia de la gran ciudad, ir a Bruselas, en donde esperaba yo que el ambiente más tranquilo me permitiría seguir mi aspiración mexicana".
Con todo, la situación que por aquel entonces vivió Zárraga no parece haber sido tan sencilla como él mismo la resumiría en el ocaso de su vida. Una versión más detallada de lo que le ocurrió en Bélgica y su influjo en la reorientación del pensamiento artístico de nuestro pintor la ofrecen los textos que le publica en 1906 la revista Savia moderna. Pero antes de revisarlos, es necesario reflexionar un poco sobre lo que representaba Bélgica en el panorama artístico de la época.
Bruselas era, a la sazón, uno de los centros neurálgicos europeos de la producción y sobre todo de la difusión, a nivel internacional, del arte contemporáneo. A partir de 1884, con la fundación del así llamado círculo de "Los Veinte" (Les XX) se venía celebrando anualmente, en el mes de febrero, una exposición cada vez más reconocida y prestigiada de los pintores que integraban aquel grupo, belgas en su mayoría (más uno que otro cercano amigo extranjero, allí residente, como el griego Pericles Pantazis, el español Darío de Regoyos o el javano-holandés Jan Toorop), así como de artistas invitados provenientes de Europa y Estados Unidos y seleccionados por el carácter propositivo de su obra. Estas exposiciones anuales iban acompañadas por conferencias, sustentadas por intelectuales de renombre, sobre poesía, música o teatro y por conciertos. Los eventos tenían lugar en las mismas salas donde se exhibían los cuadros.
El propósito original de estos "audaces portadores de lo nuevo" (la frase es del poeta Verhaeren) era ir suscitando el interés por todas las manifestaciones del arte contemporáneo, en una burguesía de gusto conformista moldeado hasta entonces por los salones oficiales. Y crear, de esta manera, un público de coleccionistas dispuestos a seguir y respetar el liderazgo de los propios artistas. Entre los integrantes del colectivo se contaban, además de los ya mentados Pantazis, Regoyos y Toorop: Théo van Rhysselberghe, Félicien Rops, James Ensor, Fernand Khnopf, Guillaume Vogels y Henry van de Velde, entre otros. La lista de invitados "externos" a las exposiciones de los "veintistas" es impresionante: Whistler, Monet, Renoir, Morisot, Pissarro, Seurat, Sisley, Signac (de hecho, éste fue incorporado a Les XX), Luce, Cross, Guillaumin, Toulouse-Lautrec, Gauguin, Bernard, Redon, Denis, Degouve de Nuncques, Mellery, Thorn Prikker, Klinger, Segantini, Meunier y Rodin (este último también integrado como miembro de número). Tuvo una vigorosa repercusión entre los veintistas la presencia de Seurat (La Grande Jatte fue expuesta en 1887) y del círculo neoimpresionista, y varios de entre ellos se lanzaron por algunos años a la exploración y práctica del puntillismo (Van Rhysselberghe, Van de Velde, Regoyos, Toorop), simultaneándola con otros estilos de pintar: la flexibilidad fue una de las características del grupo. También el simbolismo estuvo muy bien representado en las exposiciones y, a su vez, los veintistas llegaron a participar en los Salones de los Rose+Croix en París.
Luego de diez años de actividades ininterrumpidas, y una vez satisfecho a su juicio el propósito inicial, el grupo decidió su disolución renunciando a su carácter de sociedad promotora de exposiciones. Pero el muy culto abogado y crítico Octave Maus, quien fungiera de secretario de aquel colectivo, tomó ahora a su cargo la organización de exposiciones anuales en la primavera, exclusivamente por invitación, bajo una nueva y más amplia designación: La libre esthétique, y sobre la misma noción de combinar las exhibiciones con recitales de poesía, conferencias y conciertos. Entre 1894 y 1914, llegaron a realizarse veintiuna exitosas exposiciones, con un contingente más abarcante y numeroso de invitados y con dos novedades: las artes decorativas –ya presentes en las exposiciones de los "veintistas"- fueron adquiriendo un papel cada vez más relevante hasta igualar el de las bellas artes; y, por otra parte, varias de aquellas muestras tuvieron el propósito expreso de hacer "revisiones históricas" del desarrollo del movimiento moderno , o bien incorporaron muestras retrospectivas con carácter de homenaje póstumo a antiguos "veintistas" y amigos. Comenzaron, así, a denotar un cierto giro al pasado reciente más que hacia el futuro. Los Fauves fueron incluidos entre los invitados, pero no Picasso y los cubistas ni los futuristas.
Entre las "exposiciones metódicas" que promovió La libre esthétique vale la pena mencionar la consagrada en 1904 al impresionismo francés, continuada el año siguiente por otra dedicada al impresionismo fuera de Francia ("L'Evolution externe de l'Impressionisme"), y en la cual se incluyeron sendas retrospectivas de Henri Evenopoel y de Vogels. Fue esta duodécima exposición de 1905 la que le tocó presenciar a Zárraga durante su estadía en Bruselas. Un año después, en mayo de 1906, fechó en Madrid un ensayo que Savia moderna se apresuró a publicarle en el mes siguiente. En dicho artículo, Zárraga da cuenta de sus reacciones y reflexiones al respecto:
Recuerdo ahora la impresión que me produjera la exposición de La Libre Esthétique que vi el año pasado en Bruselas. El programa de esta exposición era el siguiente: Dar a conocer el movimiento impresionista en los diversos países y durante estos últimos años. Y ahí, junto a las primeras armas que el impresionismo había hecho en Bélgica, estaban los continuadores de la hora reciente. Junto a los cuadros de Pantazis, a la manera de Manet, los paisajes nevados de Voggel ; las aguas de ensueño, de Verdhien , y las geniales excentricidades de Ensor; el arte profundo y equilibrado de Claus, las decoraciones de Degouve de Nuncques, las notas lunares de Heymans, las mujeres de carne rosa y nácar de Horren, discípulo del glorioso Renoir, los paisajes líricos de mi maestro Toorop, notas de Childe Hassam, el neoyorkino, Mir, Rusiñol y dos o tres más.
Os confieso que mi desconcierto era grande al ver reunidas bajo un mismo título de impresionistas las cosas más diversas. Sin embargo, yo traté de encontrar el lazo invisible que reunía a aquella veintena de pintores y logré establecer lo siguiente Hay, en efecto, entre los impresionistas una tendencia hacia la paleta clara; la impresión que nos hace una exposición que exclusivamente contenga estas obras, es de una luminosidad que nos habla de ventanas abiertas y de campos gloriosos de sol. Y, efectivamente, son cosas de un exquisito y genuino goce pictorial.
En algunos de los impresionistas, con el objeto de llegar a la mayor cantidad de vibración luminosa y de intensidad cromática, se ven aplicadas las doctrinas de la división pigmentaria del tono.
La objeción más grande que se ha hecho a la nueva técnica es la de que complica el procedimiento en vez de tender a la simplificación; eso no es un defecto si por medio del divisionismo llegamos a hacer un arte más grande y más hondo.
Desgraciadamente, y por la habilidad que supone la posesión de esta técnica, se llega al virtuosismo y entonces el artista se torna en el artífice que pone pínceladas con una benedictina paciencia, pero que suprime de su arte esta cualidad la más grande y tal vez la única a que un pintor debe atenerse: la selección para encontrar lo expresivo.
Como se ve por este recuento, lo que buscaba Zárraga era un arte que trascendiese el mero deslumbramiento "pictorial", por más atractivo que éste apareciera; que calara más hondo y se abocase a lo expresivo. No era suficiente dominar la técnica hasta niveles virtuosísticos para producir un simulacro de la naturaleza, sea en términos de forma o, como en el ámbito del impresionismo, en términos de luz:
Es preciso convencerse de que el arte: música, poesía, pintura, escultura, nada tiene que ver directamente con la naturaleza, sino que ésta es simplemente el tema conductor sobre el cual el artista sinfoniza y harmoniza sus rimas y sus ritmos de notas, palabras, líneas y colores.
Y precisa y formula lo crucial en su profesión de fe, meditada condensación de las experiencias vividas desde el desembarco en París en el invierno de 1904 hasta su instalación en España en 1906, cuando redacta el documento aquí glosado:
Mi convicción actual es la busca de lo expresivo; es decir, la supeditación de la línea, del color y del clarobscuro a la expresión de un estado espiritual. Creo que así procedieron los maestros que admiro con toda la fuerza de mi alma…
Por lo pronto, estando en Bélgica, Zárraga aplicó el mismo paliativo a sus incertidumbres e inquietudes, del que ya había echado mano en París: encontrar el sosiego en los museos con la contemplación de los maestros consagrados, tanto los "primitivos" flamencos (entre los que menciona a Metzys y a Patinir y las célebres tapicerías antiguas), como los exuberantes y carnales pintores barrocos (Rubens, Jordaens, Van Dyck).
Además, en Amberes y dentro del salón oficial que de año en año alternaba periódicamente su sede entre esta ciudad, Bruselas y Gante, le tocó ver a Zárraga "bellos y extraños cuadros de Zuloaga, que nos habla de España con sus majas y toreros y que nos hace pensar en Goya y en Sánchez Coello y en el divino Greco". Extraña belleza plena de solera que, una vez que nuestro pintor la hubo comprendido mejor cuando recalara en Castilla, habría de convertirse en norte estético de su propia maduración.
Antes de abandonar Bélgica, comento con brevedad algo de lo que Zárraga anotara acerca de la exposición de La Libre esthétique. En primer lugar, cómo entender aquello de llamarle a Toorop "mi maestro". En 1941, el pintor advertía: "un encuentro en la frontera holandesa me acercó a Jan Toorop, el pintor holando-malayo Ligado a los neoimpresionistas franceses –Cross, Seurat, Signac, Sérusier-, experimentaba paralelamente al belga Van Rysselberghe las teorías de la descomposición pigmentaria de la luz. Pero, hombre de alta inquietud y llevando atávicamente en sí el sentido de las esculturas y de las decoraciones de Oceanía, luchaba en un callejón sin salida para llegar al estilo, cohibido por el corsé estrecho creado por el rigor de la teoría. Pero eso no lo comprendí sino más tarde." Buen conversador, afable, presto a escuchar e interesarse por los demás, Toorop tenía una personalidad atrayente. Poseído de una profunda espiritualidad (justo en 1905, el año en que Zárraga trabó contacto con él, acababa de convertirse al catolicismo), dio de ello amplias muestras no sólo en las obras de asunto religioso que predominaron en su producción a partir de aquel año, sino en las pinturas, dibujos y grabados simbolistas que ejecutó en los años 90, presididos por la lucha entre las fuerzas del bien y del mal, entre el materialismo moderno y la espiritualidad trascendente, expresadas mediante un diseño compositivo sinuoso y denso, reminiscente de sus orígenes indonesios. El horror vacui, la intrincada selva de motivos donde se entremezcla y parece confundirse lo humano, lo animal y lo vegetal, las analogías entre las esbeltas figuras que se retuercen y deslizan en un espacio irracional y las animadas marionetas javanesas son otras tantas manifestaciones de esos lazos atávicos con las artes de Oceanía que Zárraga menciona. Pero también son, si bien lo vemos, elementos formales y compositivos que sugieren puntos de contacto con el arte del otro "maestro" tempranamente reconocido por Zárraga: Julio Ruelas. Por otra parte, Toorop, dibujante impecable (no en balde diseñó algunos célebres, magistrales, carteles y portadas art-nouveau), compartía la flexibilidad y el eclecticismo propio de los "veintistas" y estuvo muy involucrado desde los años 80, y por décadas, en las búsquedas y andanzas por las sendas del impresionismo y el neoimpresionismo. Tengo para mí que la incertidumbre que poseía a Zárraga por aquellos años, frente a la multitud de opciones estilísticas que se abrían ante él, la proyectó en la semblanza que nos ha dejado de su admirado Toorop.
Pese al choque cultural que el arte novísimo produjo en Zárraga, mucho de lo que entonces vio "lo guardó en su corazón" y lo dejó fructificar. Andando el tiempo, la luminosidad festiva, el colorido rutilante, la soltura de la pincelada que apreció en tantas obras impresionistas conjuntadas en la duodécima exposición de La libre esthétique resurgirían, perfectamente asimilados, en etapas posteriores de su obra. Pienso, por mencionar un ejemplo, en los paisajes "arcádicos" pintados en los años 20, luego de su "retour a l'ordre". Por otra parte, en el texto ya mencionado que la revista Savia moderna le publicó en junio de 1906, y que he llamado su "profesión de fe", pese a oscilar todavía entre la veneración a los maestros del pasado y una cierta desconfianza de lo nuevo, presupone una cabal adopción de los principios esenciales del pensamiento estético contemporáneo, a saber: El concepto de la naturaleza como mero punto de partida para que el artista, "mediante un sabio trabajo de eliminación y selección" llegue a producir la obra "completa y definitiva" que es "la expresión de un estado espiritual", la manifestación de "su reino interior". Dispone, para lograrlo, de la línea, el color y el claroscuro, que poseen, en sí, un valor expresivo particular: "El pintor habrá dado un gran paso en su arte cuando el estudio definido y abstracto del dibujo le enseñe cómo la dirección de una línea puede sugerir una idea, y cuando tenga la convicción absoluta de que, por variable que sea el efecto de los colores, cada uno de ellos tiene su carácter propio que está en relación con nuestros sentimientos." Y, luego de precisar lo que para él cada color expresa, concluye: "Sírvanos la naturaleza para documentarnos, para poder elegir en ella los elementos que más respondan a nuestro reino interior. Procedamos como el poeta y como el músico, por una selección de ritmos y de harmonías, y llegaremos a pintar esa obra que está en todas partes y no está en ninguna."
Así, pues, si en la antigua Academia mexicana había afianzado su certidumbre en las virtudes esenciales de los maestros de antaño, en Bruselas aprendió bien las lecciones del naciente arte moderno. No hay que olvidar, por lo demás, que según María Luisa Novelo, Zárraga logró ser admitido en la Academia de Bruselas, "calificando para el curso superior que impartía el pintor Verheiden". Con todo, este maestro falleció en el mismo año de 1905; otra vez resultó transitorio, pues, el aprendizaje del pintor mexicano mediante una educación institucionalizada. Y de nuevo privó el espíritu de descubrimiento y aventura personales: Además de visitar otras ciudades belgas, como Amberes, Brujas e Ypres, Zárraga regresó en el estío a París, fue a Amsterdam, se reintegró a Bélgica, desde donde le remitió una carta a Luis Castillo Ledón, co-director de Savia moderna, quien publicó dicha misiva (ya antes citada) en el primer número de la revista, en marzo de 1906. Por fin, en este año, Zárraga se instaló en España.
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Como queda dicho, de los pintores españoles contemporáneos, vistos en Bélgica y en París, Zárraga menciona a los siguientes: Joaquín Mir, Santiago Rusiñol y Zuloaga. Además, en 1907, publicó sendos artículos laudatorios sobre Ricardo Baroja y Francisco Iturrino, y en donde incluye también a Regoyos y a José Solana entre los maestros novísimos. Con Baroja, además, parece haber tomado lecciones de grabado al aguafuerte. No tardó en identificarse con los pintores jóvenes de la Península y comenzó a exponer, formando grupo con ellos. Contribuyó a su aclimatación y aceptación en los medios literarios y artísticos madrileños la amistosa intervención de Ramón del Valle Inclán, con quien el joven pintor mexicano había trabado relación, se dice, gracias a una recomendación de Joaquín Sorolla.
El crítico italiano Rodolfo Panichi, en una larga reflexión crítica sobre la obra de Zárraga publicada en 1910, pone en labios del pintor la siguiente confesión: "Fui un mal alumno de la Real Academia de Bruselas y un deplorable alumno de Joaquín Sorolla en Madrid". En la conferencia que el pintor sustentó treinta años después en el Palacio de Bellas Artes, nada de esto es mencionado; y, de hecho, pasa como sobre ascuas por sus experiencias de aprendizaje y maduración en España. En realidad, no parece que (al menos por el momento) el sorollismo, y su paradigmática versión de la "España Blanca", le haya causado una fuerte impresión. No sucedió lo mismo, en cambio, con la "España negra" de Regoyos y, sobre todo, de Zuloaga. Al decantarse por esta otra visión, nuestro pintor tomaba partido en la candente polémica que en aquel momento enfrentaba a los intelectuales, escritores y artistas de la España de principios del siglo XX. Se vivía el clima de desencanto y pesimismo sobre el presente y el futuro de la nación causado por el "desastre" de 1898, cuando, derrotada en la corta e infame guerra con Estados Unidos, España perdió Cuba y sus posesiones coloniales en América y Filipinas. Era el fin de la antigua grandeza imperial, secularmente anunciado y corroborado a lo largo del siglo XIX por la declinación de la monarquía, la decadencia y corrupción de las instituciones y la falta de compromiso moral de la ciudadanía.
Fue Miguel de Unamuno quien, por su estatura intelectual, difundió con bastante fortuna una polarizada concepción de España, asociando lo "blanco" y lo "negro" con una específica diferenciación territorial y simbólica: lo "blanco", con la España del sur y de levante, que entrañaba una visión optimista y jubilosa ligada con la huerta y la playa, las festividades urbanas y rurales, como las ferias y romerías, las corridas de toros, los bailes populares y el mundo del flamenco: la España "de charanga y pandereta", denigrada por Antonio Machado y recreada por los luminosos pinceles de Sorolla. Por contraste, lo "negro" se correspondía con la España del centro y el norte: austera, mística y cristiana, que encontraba su paralelismo pictórico en la obra, torturada y oscura, de Zuloaga.
Por supuesto, semejante polaridad irreductible era engañosa. Lo festivo español tiene igualmente un lado trágico y sombrío (piénsese justo en la fiesta taurina y en el cante y el baile flamencos), y la propia pintura solar de Sorolla no siempre elude el drama social (lo prueban cuadros como Triste herencia, Trata de blancas o Y aun dicen que el pescado es caro); pero la "gente del '98" no perdía ocasión de subrayar y denostar la presunta "frivolidad" y "superficialidad" del valenciano. La prensa y las tertulias en los cafés madrileños, como el Fornos, el de Levante y otros más, donde se reunía la élite intelectual y artística, estaban dominados por los acalorados debates en torno a estas cuestiones. Y Zárraga (al igual que su antiguo condiscípulo académico Diego Rivera, ya por entonces pensionado también en Madrid) participó en estas reuniones, a las que lo introdujo Valle Inclán, uno de sus animadores principales. No debe de sorprendernos, pues, su conversión al zuloaguismo, lo que se evidencia cumplidamente en la producción de estos sus primeros años españoles, 1906 y 1907. Pero vayamos por partes.
En mayo de 1906, nuestro pintor concurrió a la Exposición Nacional (el "Salón" oficial madrileño), celebrada en el Museo del Prado. Según María Luisa Novelo, las obras que presentó fueron Tierra parda, Impresión de Castilla y los retratos de Ramón de Valle Inclán y de La Fornarina. No le tocó en suerte que sus cuadros estuviesen "bien colgados" y, en opinión del crítico Ángel Vegue y Goldoni, dichos retratos no causaron muy buena impresión por su "enfática manera", por su "burlesca pretensión" y "la exótica pose con que nos parecía que quería imponerse". Ninguna de estas telas está localizads en la actualidad.
Sin desalentarse, Zárraga cambió de rumbo y en los comienzos del verano de ese mismo año se instaló en una de las vetustas ciudades castellanas que tanto admiraban los noventayochistas: Segovia. El propio Zuloaga solía recalar a principios del otoño en aquella población, mientras que el resto del año lo pasaba pintando en París. Allí trabaron relación el duranguense y el eibarés. Segovia fue para ambos un refugio, y una inspiración las gentes que allí habitaban: "una tierra tan adusta como sus almas", donde se preservaba en toda su supuesta pureza "la neta vida española". Con tino supieron elegir, como motivo de representación, "los hombres, las cosas y los fondos más representativos de la comarca; en resumen, el alma segoviana con toda su cruel hosquedad, con todo su negro ascetismo, con toda su sordidez misérrima"…
Bien es verdad que, para esas fechas, mientras que Zárraga era un artista que empezaba apenas su carrera, Zuloaga era ya un pintor de renombre internacional; de hecho, uno más apreciado en el extranjero que en su propia tierra, donde no encontraba aún consenso aprobatorio, ni en la crítica ni en el público, su predilección por tomar como modelos a campesinos –hombres y mujeres- encorvados por la edad y la fatiga, torerillos de pueblo, prostitutas y celestinas, pordioseros, enanos y cretinos, "los más patéticos representantes de la condición humana quienes reflejaban las ásperas realidades de la vida que, en un plano filosófico, preocupaban a su amigo y compatriota Miguel de Unamuno". La maestría de Zuloaga se revelaba en la profundidad de expresión y de carácter que sabía imprimir a sus creaciones, en el perfecto acuerdo entre los personajes y el paisaje que los rodeaba y que, con ser éste fácilmente reconocible, no era una mera transcripción realista sino una proyección amplificada del alma de sus pobladores. Una noción que Zuloaga aprendió de la obra de El Greco. También Zárraga representará, en sus años modernistas, viejos aldeanos de ambos sexos, hidalgos venidos a menos (El hombre del escapulario; El hombre del paraguas), beatas lugareñas ("Mujer de Sevilla"), indigentes y mendigos (Los viejos del asilo de san Juan de Dios; La dádiva), "santos inocentes" (Andresillo) y locos iracundos (El poseído), celestinas maliciosas (La mala consejera) y bailarinas equívocas (La bailarina desnuda)…
Luego de pasar un tiempo en Segovia, Zárraga se va a pintar a Toledo, "la ciudad imperial", donde sobrevendrá su deslumbramiento con los cuadros de El Greco. El pintor dirá en su conferencia de 1941: "La austeridad de Castilla me vio viviendo meses, solo con mi soledad, en pueblos y ciudades muertas que se llaman Zamarramala, Segovia, Toledo… Illescas". Pero fueron también los meses en que asimiló, en El Prado, la gran tradición pictórica española: amén del Greco, Ribera, Zurbarán, Velázquez, que dejaron una impronta sensible en su pintura: no sólo la mirada respetuosa hacia los humildes y la religiosidad profunda, sino el gusto por los cielos aborrascados y la sombría paleta castiza, donde predominan los ocres y grises, el negro y el blanco, avivados de cuando en cuando por algún color más cálido, como el bermellón de los escapularios o de los mantones. Una paleta que sólo mudará al contacto con la tradición italiana, después de 1908. No hay duda de que, en todos estos hallazgos y predilecciones, se dejó sentir la influencia del pensamiento renovador de los noventayochistas, como lo puntualizaremos en seguida.
La cosecha de esta temporada de intenso trabajo le valdrá a nuestro pintor el reconocimiento unánime de su valía, a lo largo de 1907. En efecto, en febrero de ese año se celebró el Primer Salón de Independientes, una exposición en el Círculo de Bellas Artes de Madrid a la que "acuden los artistas más jóvenes y atípicos del momento, entre ellos Rusiñol, Regoyos, Ángel Zárraga, Anselmo Miguel Nieto, Ricardo Baroja, Solana, Chicharro y Julio Romero de Torres Las críticas de la Exposición califican principalmente las obras de Rusiñol, Romero de Torres y Regoyos como los pintores más modernos". La pintura remitida por Zárraga que más llamó la atención fue Los viejos del asilo de san Juan de Dios, pintada en Toledo. Ángel Vegue y Goldoni publicó una crítica laudatoria en la revista Sagitario: luego de describir el asunto en unas líneas, encomia el "vigoroso realismo" y la "austeridad" del cuadro, que remite tanto a los maestros antiguos, y en especial a Zurbarán, como a "la técnica y la visualidad" de los modernos. En efecto, por su tema puede alinearse en un género de cuadros "veristas" finiseculares que representan a indigentes sentados a las mesas de comedores de instituciones benéficas, como el de Hubert Herkomer Atardecer. Un estudio en el asilo Westminster Union (1878), o el desolador Día de fiesta en el Pio Albergo Trivulzio de Milán, de Alberto Morbelli (1892), o, para el caso español, el Refectorio de la Beneficencia de San Sebastián, de Ignacio Ugarte Bereciartu (1895). Pero Zárraga se demora en la recreación individualizada de los dos ancianos, traídos a un primer plano (lo que los sustrae de la homogeneización usual en estos lienzos), e inscribe sus figuras en un espacio insólito que rompe con las convenciones ilusionísticas y compositivas merced al exagerado tirón diagonal que empuja la mesa tanto a lo alto como a lo hondo del cuadro, con un raro efecto asimétrico. Por otra parte, la referencia a Zurbarán puede sustanciarse mediante la comparación con la escena del refectorio de los cartujos (San Hugo en el refectorio), del conjunto de la sacristía de la Cartuja de Nuestra Señora de las Cuevas de Triana, en Sevilla, y la quietud hierática de los monjes abstraídos, mientras San Bruno y el cocinero dialogan de este lado de la mesa en ángulo.
Hacia finales de aquel mismo año (1907), el artista regresa a México por algunos meses, para pasar vacaciones con su familia. Era costumbre que, al volver, los pensionados presentaran una exposición de sus obras en la Escuela Nacional de Bellas Artes, al término de la cual, por ley, debían ceder algún cuadro, escultura, dibujo o grabado ejecutado durante su estancia al otro lado del Atlántico para las galerías del establecimiento. Al mismo tiempo, el gobierno mexicano solía adquirir otras producciones suyas para enriquecer el acervo escolar. Fiel a esta práctica reglamentaria, y con el orgullo de mostrar los grandes avances alcanzados en apenas tres años de ausencia, Zárraga expuso en noviembre más de una veintena de óleos, pasteles y dibujos y un aguafuerte, con gran fortuna. Alfredo Híjar y Haro y Agustín Agüeros de la Portilla (amparado bajo el seudónimo de Sans Parti-Pris) le dedicaron sendas críticas en Arte y letras y El tiempo ilustrado, respectivamente.
Híjar y Haro señaló de entrada la huella indudable de Zuloaga en el conjunto de la producción mostrada por Zárraga: "La elección de asuntos y las tintas preferidas por Zárraga denotan una tendencia muy definida y una apasionada admiración por el notable pintor de Eibar Llama la atención la vida con que sabe animar a los personajes de sus cuadros".
En efecto, la intensidad expresiva y el fuerte carácter de los modelos escogidos por el pintor ofrecen analogías evidentes con los tipos pintados por Zuloaga. Lo demuestran, por ejemplo, El hombre del escapulario y El hombre del perro (o del paraguas), expuestos en aquella oportunidad y que se quedaron en las galerías de la antigua Academia. Uno y otro, más que indigentes desvalidos (como eran Los viejos del asilo), semejan más bien hidalgos venidos a menos, pero aún altivos y desdeñosos: el primero –que lleva colgado al cuello un escapulario que lo acredita como cofrade de la Santa Faz o Divino Rostro de Cristo- luce en el anular y meñique de su mano izquierda sendos anillos de oro, mientras que el segundo, acompañado por un típico galgo español (una raza canina muy apreciada por sus habilidades cinegéticas, y que Zuloaga incorporó en los retratos de su tío Daniel y sus primas), parece estar a punto de salir al campo. La elegante postura que adopta este último, una pose artificial de "taller", nos recuerda la de algunos retratos regios de Velázquez, en concreto, uno de Felipe IV, en el Museo del Prado. Por otra parte, la disposición de amo y perro evoca las composiciones de las efigies del mismo rey y del infante Baltasar Carlos "de cacería", que ejecutó Velázquez para la Torre de la Parada y también depositadas en El Prado; sólo que la escopeta de caza ha quedado trocada en un inofensivo paraguas.
El motivo para tomar como referente semejantes modelos regios con el objeto de representar la figura de un viejo segoviano, acaso habrá que buscarlo en las ideas que circulaban en las ya mencionadas tertulias de la intelectualidad del '98: artistas, pensadores y escritores que se reunían a diario en los cafés madrileños, y que eran frecuentadas igualmente por nuestros jóvenes académicos pensionados. En dichas reuniones no sólo se discutían cuestiones estéticas, como la necesidad de volver a los modelos clásicos en los distintos campos del arte para beber en las fuentes del auténtico casticismo y recobrar así el vigor creativo que, según pensaban, se había perdido por la autocomplacencia chata del realismo burgués finisecular. De allí el entusiasmo de los miembros del grupo por Zurbarán, Ribera, Velázquez y, sobre todo, por El Greco; un entusiasmo suscrito con fervor por Zárraga.
De mayor entidad era la pregunta que todos ellos se planteaban: ¿cómo ser modernos sin dejar de ser profunda y genuinamente españoles? Las raíces de lo castizo había que ir a buscarlas, no en las hazañas de los grandes personajes del pasado, y menos aún en los del presente, luego del "desastre" del 98 y de la consecuente desconfianza en la capacidad directiva de la clase gobernante, sino en el subsuelo de la vida cotidiana, en los hábitos, costumbres y creencias ancestrales preservados sobre todo en los pueblos y el medio rural, y muy en especial entre la gente humilde: la "sal de la tierra" que garantizaba la continuidad de los valores "eternos" de la "raza". Así, a la pomposa historia" oficial", la gente del '98, principiando por Miguel de Unamuno (que en 1895, tres años antes del "desastre", publicara un libro capital: En torno al casticismo), oponía la noción de intrahistoria, aquella historia genuina que se gesta en las entrañas de lo que hoy llamaríamos la España "profunda", ejemplarmente incorporada en la árida meseta castellana.
Fue así como los pueblos y los habitantes de Castilla se convirtieron en el asunto central explorado y descrito por escritores como Azorín y como el propio Unamuno, sobre todo en sus libros de "andanzas" por la geografía ibérica. Y lo mismo ocurrió en la pintura, con destacados referentes como Regoyos (a quien Azorín calificaría como "nuestro pintor", es decir, como el más próximo y afín a las inquietudes del grupo generacional) y como Zuloaga.
Este es el contexto de los óleos y dibujos realizados por Zárraga en 1906 y 1907, entre los que se cuentan los aquí comentados y un buen número de los que expuso en la Escuela Nacional de Bellas Artes en noviembre de 1907, con éxito considerable. Señalemos, con todo, la alentadora advertencia con que Híjar y Haro cerraba su crítica: "Cuando se ponga frente a frente ante la naturaleza, sin interponer un temperamento ajeno como el de Zuloaga, podremos ver obras completas y muy personales del señor Zárraga".
*****
Satisfecho del buen suceso de su exposición, y decidido a proseguir su carrera profesional en el medio europeo, mucho más lleno de estímulos creativos y de posibilidades de éxito a nivel internacional, Zárraga retornó a Madrid en enero de 1908. Empieza entonces la etapa de plena madurez, con las mejores expresiones del pintor en su fase modernista/simbolista, auténticas obras maestras que se van escalonando entre 1908 y 1913. Son años, también, de una gran movilidad, dentro y fuera de la península, tanto de su persona como de su obra, que a partir de 1909/1910 entra en la ronda de las exposiciones internacionales en los principales centros artísticos europeos: Florencia, Venecia, Munich, París, Nantes, Lieja…, al inicio incorporada por lo regular a los envíos de otros representantes de la pintura española "joven". El duranguense llevará, hasta 1913, como bien dice Paulette Patout, "una extraña vida triangular, navegando entre España, Italia y Francia, cargando telas inacabadas, bultos enormes, porque cada vez escogió tamaños más grandes Empezadas aquí, firmadas allá, en ellas coinciden imágenes de modelos, tipos y nacionalidades diferentes." Es difícil, por ello, establecer cronologías seguras para algunas de estas obras maestras, cuando el pintor determinó no fecharlas. Más confiable resulta orientarse por los años en que fueron expuestas pues, por fortuna, abunda la literatura crítica al respecto.
En 1908 vuelve a Segovia. Y también a Toledo, en una excursión colectiva con la "peña" de Valle Inclán para admirar los cuadros del Greco, y en concreto el célebre Entierro del conde de Orgaz, contemplado a veces bajo luces de antorcha. Excursiones que, concebidas a guisa de "peregrinaciones" entre profanas y sagradas, se constituyeron en todo un homenaje al misticismo español, de luenga y prestigiosa tradición no sólo en el dominio religioso (con hondo arraigo en la vida ordinaria del pueblo), sino en el de las letras y las artes. Basta pensar en los grandes escritores místicos del Siglo de Oro (San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús y los dos Fray Luises, de León y de Granada) y en pintores tan excelsos como Zurbarán y El Greco, claro está, en primer lugar. La visita a Toledo era una suerte de ritual que, si bien hundía sus raíces en la vivencia estética, pretendía ser, igualmente, una vía simbólica para recobrar la espiritualidad perdida por efecto del materialismo y la autocomplacencia burguesa. El tema lo abordaría Zárraga en dos cuadros extraordinarios: Peregrinación y Purificación (comenzados al parecer en 1908 y concluidos hacia 1911 o 1912). En el primero, bajo un cielo borrascoso pintado en amplios trazos imitando jirones de nubes que se tuercen como flamas, una doncella ataviada con recato, provista del bordón y el calabazo de agua, atributos del peregrino, ayuda a un acongojado penitente en su ascensión por una ardua trocha roqueña. ¿Representa acaso a la Esperanza, como lo sugiere Paulette Patout? En todo caso, es ella la que guía, impulsa y sostiene a los demás romeros. Detrás del penitente se yergue, con un libro en la mano y dirigiendo su mirada al espectador, mientras parece avanzar, la inconfundible efigie de Valle Inclán, a la cabeza de un estático grupo de figuras de toda laya. Hay un trío de personajes con largas túnicas o hábitos que semejan representar al viejo pueblo castellano; dos de ellos visten de blanco y ostentan sendos escapularios inmaculistas (reconocemos, en el de la derecha, al "bienaventurado" Andresillo, anteriormente pintado por Zárraga). Al fondo, en un estrecho rincón al extremo izquierdo del cuadro, se aglomeran cuatro figuras –femenina una de ellas, al lado del autorretrato del pintor- que representarían al grupo "letrado" que, en pos de Valle Inclán, ha peregrinado a Toledo en busca de inspiración espiritual. En Purificación, las analogías estilísticas con la pintura del Theotokopoulis se intensifican, al remitir no sólo al entorno paisajístico de su célebre Vista de Toledo sino al impulso ascensional que anima a la elongada figura de un caballero vestido a la antigua hacia los ámbitos celestes, "dejando abajo y a los lados a dos modernas figuras femeninas desnudas", como dice Jorge Alberto Manrique. Es una lástima que se le haya perdido la pista a esta enigmática, monumental composición.
A principios de 1909 Zárraga se instala en Italia. Dos cambios cruciales se operan entonces en su manera de pintar y en su iconografía. Abandonando las penumbras de la paleta castiza, adopta las atmósferas luminosas y joviales, rutilantes de color, del mundo mediterráneo. Nuestro pintor trueca los ámbitos castellanos, parduzcos y sofocantes, de sus primeras composiciones por los risueños horizontes de suaves colinas de la campiña italiana. Renuncia, además, a su obsesión por las figuras de ancianos, o la morigera al menos, y le otorga al desnudo el papel central que desempeñara en el arte clásico y renacentista, y que el modernismo reinstaurara, haciendo del cuerpo femenino el principal vehículo de expresión del "sueño" del artista. Mas también, muy en el espíritu del modernismo, la mujer encarna una dualidad intrínseca en el arte de Zárraga: es, a un tiempo, "tentación malévola" y "salvación espiritual". Mujer fatal y ángel redentor. Por otra parte, no pocas veces conjuga en sus pinturas figuras y temas propios del ambiente español de sus primeros años de madurez con las ambientaciones mediterráneas de su fase subsiguiente. Esto ocurre, por ejemplo, en La bailarina desnuda y La mujer y el pelele, inspiradas en una misma fuente literaria: la novela de Pierre Louÿs, La femme et le pantin, publicada en 189 , pero que tuvo una adaptación teatral llevada a los escenarios franceses por el actor Firmin Gémier.







Otro aspecto fundamental del pensamiento del '98 era la cuestión del misticismo y la religiosidad como aspectos distintivos de la vida ordinaria del pueblo español y que, pese al agnosticismo o el indiferentismo profesados por algunos integrantes de aquella pléyade, sí constituía un tema a explorar tanto por sus posibilidades estéticas como por constituir una vía simbólica para recobrar la espiritualidad perdida por la autocomplacencia burguesa. Un factor importante para explicar semejante interés lo aportaba el prestigio otorgado al tema por los grandes escritores místicos del Siglo de Oro (San Juan de la Cruz, Santa Teresa y los dos Fray Luises, de León y de Granada) y por pintores tan excelsos como Zurbarán y, en particular, El Greco. Son bien conocidas los viajes de "peregrinación" emprendidos por el grupo a Toledo para admirar los cuadros del griego, en particular el célebre Entierro del conde de Orgaz. Un tema que Zárraga trataría en dos cuadros extraordinarios: Peregrinación (comenzado en 1908 y concluido en 1912) y Purificación (cercano a esta última data).



Esta vez tenía hecho el propósito de expandir sus horizontes con el renovado escrutinio de los viejos maestros, ya no sólo los españoles (y en la estela del áspero y expresivo "realismo" de Zuloaga), sino en la fuente proverbial del arte, donde el propio Greco había abrevado: la Italia del Renacimiento. Había que estudiar a los antiguos para llegar a ser moderno. Una idea que el propio Zárraga no se cansaba de afirmar a través de sus artículos.






























Bélgica, en donde permaneció cerca de un
año y donde, en una exposición organizada por el grupo La libre esthétique, se enfrentó a
las diversas manifestaciones internacionales cobijadas bajo la designación de
Impresionismo, lo que provocaría en él un conjunto de reflexiones sobre las tendencias
novísimas del arte y la necesidad de encontrar su propio camino. De la estancia en
Bruselas sobresale la mención que hace de "mi maestro Toorop", lo que sugiere la
temprana deriva hacia una vertiente simbolista para sortear los superficiales alardes de
virtuosismo técnico de algunos "impresionistas". Ya entonces se formó una opinión
favorable de la obra de algunos pintores españoles como Joaquín Mir y Santiago Rusiñol.
Volvió a París, donde debe de haber visto obras de Sorolla y Zuloaga. Se dice incluso que trabajó fugazmente en el taller del valenciano, pero pronto se decantaría a favor de la áspera expresividad del vasco: la España Blanca de Sorolla no le tentaría más y sí la España Negra explorada por Zuloaga, y que sellaría la maduración pictórica de nuestro artista. Regresado a España, frecuentó las peñas de los cafés madrileños donde alternó con la élite intelectual y artística que integró la desencantada generación del '98, y con ellos compartió las inquietudes y debates acerca del decaído presente y el incierto futuro de España.
En 1905 participó en la Exposición Nacional celebrada en Madrid, donde mostró dos lienzos, La tierra parda y un doble retrato de Valle Inclán y La Fornarina, una rubia cupletista de primera categoría llamada Consuelo Bello que alcanzó notoriedad bajo tan rafaelesco seudónimo. En opinión del crítico Angel Vergue y Goldoni, esta tela pecaba por la "burlesca pretensión" del joven pintor de imponerse mediante una "exótica pose".
Sin desalentarse, Zárraga cambió de rumbo y en 1906 se instaló en una de las vetustas ciudades castellanas que tanto admiraban los noventayochistas: Segovia. El propio Zuloaga permanecía los veranos trabajando en aquella población, mientras que el resto del año lo pasaba pintando en París. Zuloaga y Segovia, y unos meses después Toledo y El Greco, así como los grandes maestros del barroco español (Zurbarán, Ribera, Velázquez) y acaso también un periodo de aprendizaje del grabado al aguafuerte con Ricardo Baroja, marcaron por varios años, profundizándola, la creatividad de Zárraga.
El artista mexicano se identificó cabalmente con la moderna escuela española, integrándose a un grupo de artistas noveles que empezaban a descollar, entre los cuales él mencionaría a Francisco Iturrino y José Gutiérrez Solana. A principios de 1907, participó en la exposición del grupo de Artistas Independientes celebrada en el Círculo Artístico madrileño, donde mostró dos de las telas producidas en los meses anteriores: El hombre del escapulario y Los viejos del asilo, pintada esta última en el de San Juan de Dios de Toledo. La crítica laudatoria que le dedicó el ya citado Ángel Vergue y Goldoni en la revista madrileña Sagitario (y que reprodujo El mundo ilustrado en México), daba cuenta del notable progreso logrado por el artista trabajando en su refugio segoviano y durante su estancia en Toledo:
El acierto en la expresión característica de una tierra tan seca y tan adusta como sus almas; el tino y la selección de los hombres, las cosas y los fondos más representativos de la comarca; en resumen, el alma segoviana en toda su cruel hostilidad, con todo su negro ascetismo, con toda su sordidez misérrima, lo que ha percibido Ángel Zárraga de forma que su obra responde de lleno, por el concepto y la ejecución, al modelo propuesto.
Los mayores elogios los reservó el crítico para Los viejos del asilo, una gran tela que Zárraga conservaría en su propia colección.
Hacia finales de aquel año propicio (1907), el artista regresa por algunos meses a pasar vacaciones con su familia en México. Era costumbre que, al volver, los pensionados presentaran una exposición de sus obras en la Escuela Nacional de Bellas Artes, al término de la cual, por ley, debían ceder algún cuadro, escultura, dibujo o grabado ejecutado durante su estancia al otro lado del Atlántico para las galerías del establecimiento. Al mismo tiempo, el gobierno mexicano solía adquirir otras producciones suyas para enriquecer el acervo escolar. Fiel a esta práctica reglamentaria, y con el orgullo de mostrar los grandes avances alcanzados en apenas tres años de ausencia, Zárraga expuso en noviembre un número considerable de óleos, pasteles, dibujos y un aguafuerte, con gran fortuna. Alfredo Híjar y Haro y Agustín Agüeros de la Portilla (amparado bajo el seudónimo de Sans Parti-Pris) le dedicaron sendas críticas en Arte y letras y El tiempo ilustrado, respectivamente.

Híjar y Haro confiaba, con todo, en que "cuando se ponga frente a frente ante la naturaleza, sin interponer un temperamento ajeno como el de Zuloaga, podremos ver obras completas y muy personales del señor Zárraga".


. En su apreciación general del conjunto expuesto, dice: "A simple vista se admira en esas obras la firmeza, la solidez, la seguridad de los trazos y la verdad y naturalidad de la expresión y de las actitudes de los personajes Zárraga tiene mucha potencia de observación y un gran sentido de la realidad Sabe dar a todos los personajes su valor psicológico, los estudia profundamente, se identifica por entero con ellos". Y esto, para el crítico, constituye un positivo signo de modernidad, pues, confiesa: "Gustamos cada vez más de lo íntimo, de lo subjetivo, que de lo puramente objetivo".
Puede considerarse, pues, que la exposición tuvo para Zárraga un resultado satisfactorio: habían quedado demostradas, y reconocidas por la crítica, sus altas dotes de pintor y la fecundidad de sus esfuerzos. El camino estaba trazado: volvería a Europa poco tiempo después, para continuar sus estudios. Esta vez tenía hecho el propósito de expandir sus horizontes con el renovado escrutinio de los viejos maestros, ya no sólo en España (y en la estela del áspero y expresivo "realismo" de Zuloaga), sino en la fuente proverbial del arte, donde el propio Greco había abrevado: la Italia del Renacimiento. Había que estudiar a los antiguos para llegar a ser moderno. Una idea que el propio Zárraga no se cansaba de afirmar a través de sus artículos:
Mi convicción actual es la busca de lo expresivo; es decir, la supeditación de la línea, del color y del claroscuro a la expresión de un estado espiritual. Creo que así procedieron los maestros que admiro con toda la fuerza de mi alma, y creo que aquel que tienda, como ellos tendieron, a la eliminación del azar en la obra de arte, en la investigación ansiosa de la obra perfecta, se les parecerá, no con el parecido superficial que dan las imitaciones, sino con el que tienen las obras inspiradas por una misma concepción estética.
Justo las obras aquí comentadas, en especial El hombre del paraguas, nos da la pauta para comprender cómo el estudio de los grandes pintores del pasado le permitió a Zárraga expresar nociones e inquietudes propias de su época. (Referencias alos retratos de Velázques: Felipe IV, para la pose; y, en relación con el perro, Felipe IV y Baltasar Carlos de cazadores.
El motivo para tomar como referente semejantes modelos regios con el objeto de representar la figura de un viejo segoviano, acaso un hidalgo venido a menos pero aún altivo, habrá que buscarlo probablemente en las ideas que circulaban en las tertulias de la intelectualidad del '98, artistas, pensadores y escritores que se reunían a diario en los cafés madrileños de principios del siglo XX, y que eran frecuentadas igualmente por nuestros jóvenes académicos pensionados. Tal era el caso de Diego Rivera, Ángel Zárraga y Roberto Montenegro. En dichas reuniones no sólo se discutían cuestiones artísticas, como la necesidad de volver a los modelos clásicos en los distintos campos para beber en las fuentes del auténtico casticismo y recobrar así el vigor creativo que, según pensaban, se había perdido por la autocomplacencia chata del realismo burgués finisecular. De allí el entusiasmo de todos los miembros del grupo por los viejos maestros: Zurbarán, Ribera, Velázquez y, sobre todo, El Greco; un entusiasmo suscrito con fervor por Zárraga.
De mayor entidad era la pregunta que todos ellos se planteaban: ¿cómo ser modernos sin dejar de ser profunda y genuinamente españoles? Las raíces de lo castizo había que ir a buscarlas, no en las hazañas de los grandes personajes del pasado, y menos aún en los del presente, luego del "desastre" del 98 y de la consecuente desconfianza en la capacidad directiva de la clase gobernante, sino en el subsuelo de la vida cotidiana, en los hábitos, costumbres y creencias ancestrales preservados sobre todo en los pueblos y el medio rural, y muy en especial entre la gente humilde: la "sal de la tierra" que garantizaba la continuidad de los valores "eternos" de la "raza". Así, a la pomposa historia" oficial", la gente del '98, principiando por Miguel de Unamuno (que en 1895, tres años antes del "desastre", publicara un libro capital: En torno al casticismo), oponía la noción de intrahistoria, aquella historia genuina que se gesta en las entrañas de lo que hoy llamaríamos la España "profunda", ejemplarmente incorporada en la árida meseta castellana.
Los pueblos y los habitantes de Castilla se convirtieron en el asunto central explorado y descrito por escritores como Azorín y como el propio Unamuno, sobre todo en sus libros de "andanzas" por la geografía ibérica. Y lo mismo ocurrió en la pintura, con destacados referentes como Darío de Regoyos, a quien Azorín calificaría como "nuestro pintor" (es decir, el más próximo y afín a las inquietudes del grupo generacional), y como Zuloaga (pese a que éste trabajaba la mayor parte del año en París, cosa que no deja de señalar el propio Azorín).
Este es el contexto de los óleos y dibujos realizados por Zárraga en aquellos años, entre los que se cuentan los aquí comentados.
Otro aspecto fundamental del pensamiento del '98 era la cuestión del misticismo y la religiosidad como aspectos distintivos de la vida ordinaria del pueblo español y que, pese al agnosticismo o el indiferentismo profesados por algunos integrantes de aquella pléyade, sí constituía un tema a explorar tanto por sus posibilidades estéticas como por constituir una vía simbólica para recobrar la espiritualidad perdida por la autocomplacencia burguesa. Un factor importante para explicar semejante interés lo aportaba el prestigio otorgado al tema por los grandes escritores místicos del Siglo de Oro (San Juan de la Cruz, Santa Teresa y los dos Fray Luises, de León y de Granada) y por pintores tan excelsos como Zurbarán y, en particular, El Greco. Son bien conocidas los viajes de "peregrinación" emprendidos por el grupo a Toledo para admirar los cuadros del griego, en particular el célebre Entierro del conde de Orgaz. Un tema que Zárraga trataría en dos cuadros extraordinarios: Peregrinación (comenzado en 1908 y concluido en 1912) y Purificación (cercano a esta última data).

Aquí nos interesa por ser el escapulario con la Santa Faz uno de los pormenores más llamativos de uno de nuestros cuadros y por existir en la iglesia toledana de Santo Domingo el Antiguo un par de lienzos con este tema pintados por El Greco: uno, con la figura de Santa Verónica mostrando el sudario y el otro con sólo el sudario desplegado a modo de estandarte. Hay que advertir, con todo, que en la propia Segovia se conserva otra imagen de la Santa Faz, tenida por sendos ángeles y pintada por Ambrosio Benson, más afín a la estampada en el escapulario de nuestro hombre. Ya quedó transcrita la caracterización que el crítico Agüeros de la Portilla hizo del personaje plasmado por Zárraga como "un místico grave, parsimonioso", que él relacionaba más bien con "la escuela del gran extremeño", es decir, Zurbarán.
Como colofón de la exposición presentada por Zárraga en noviembre de 1907 en la Escuela Nacional de Bellas Artes, el pintor, en su calidad de pensionado, donó un cuadro, tal como lo prescribía la ley correspondiente, a saber, El hombre del escapulario. Pero, además, el gobierno de la República, a través de la Secretaría de Instrucción Pública y Bellas Artes, autorizó la adquisición de El tio Lucas para las galerías de la misma escuela. Tengo la sospecha, que requiere comprobación documental, de que El tío Lucas no es otro que el cuadro ahora conocido como El hombre del perro o El hombre del paraguas, el cual no es mencionado por ninguno de tales nombres en las crónicas de la época, pero que sí consta que pasó a formar parte del acervo institucional.
Luego de una corta visita a México y de la exitosa exposición individual que presentó en la Escuela Nacional de Bellas Artes en enero de 1907, Zárraga regresó a Europa a continuar sus estudios como pensionado. Pero esta vez expandió el radio de su itinerario y decidió pasar una larga temporada en Italia, en especial en Florencia, donde permaneció dos años. Tal vez la exhortación que Alfredo Híjar y Haro le hiciera, con motivo de aquella exposición, a romper con el "tutelaje" de Zuloaga le hizo algo de mella. Pero, sin duda, la necesidad de dilatar su pensamiento y su práctica como pintor a otros ámbitos estéticos formaba parte de su estrategia formativa. Por otra parte, la necesaria apertura de España a la cultura europea contemporánea, para revitalizarse sin perder sus "esencias", era también constante motivo de debate entre los miembros de la generación del '98 con quienes Zárraga estableció contacto y compartió inquietudes e intereses desde su primera estancia en Madrid. Ya Unamuno, en las páginas finales de En torno al casticismo planteaba dicha cuestión, que fue retomada por Ramiro de Maeztu, por Azorín y por otros integrantes del grupo. ¿Es acaso esta revitalización de la antigüedad castiza al contacto con un juvenil mundo europeo (mediterráneo, para el caso) lo implicado en el tema del cuadro que aquí comentamos?

La bailarina desnuda, 1909
El desarrollo artístico de Angel Zárraga, durante los años de su primera formación en Europa, fue meteórico: llegado en 1906, en poco tiempo alcanzó maestría técnica, voz propia y madurez expresiva. Pronto estaba remitiendo pinturas suyas a las exposiciones que tenían lugar a lo largo de todo el circuito artístico del viejo continente. En 1909, por ejemplo, envió dos cuadros a la exposición de Roma, la Alegoría del otoño (hoy en el Museo Nacional de Arte) y La bailarina desnuda, adquirida a la sazón por el Museo de Orán y que hoy engalana la colección Blaisten.
En 1910, Rodolfo Panichi le dedicó al pintor de Durango un largo artículo encomiástico en la revista Vita d'Arte, que se publicaba en Siena (núm. 32, pp. 54-65). Allí comenta y contrasta La bailarina desnuda con la Alegoría del otoño: "En el primero, verdaderamente notable por la sobriedad del color y por la entonación general y el vigor del modelado, una muchacha cubierta sólo por un negro velo español en la cabeza, se mueve en una terraza con leve paso de danza, manteniendo algo de compuesto y hierático que da a la figura un sentimiento de castidad, a pesar de la desnudez...; casi da la impresión de una grave figura sacerdotal bizantina. La ropa y la mantilla están puestas con armonía de tonos sobre el parapeto de la terraza que se abre al campo; a la derecha, una mujer, de diseño y porte admirables, entre indiferente y enojada, espera sentada, escrutando sin embargo con aire burlón de disfrutadora habituada, el efecto producido sobre el espectador." Y califica la factura de la pintura como "voluntariamente fría y castigada."
La incorporación, a un paisaje abierto y luminoso, de contrastantes figuras (vestidas y desnudas, jóvenes y ancianas) constituye una marca de las producciones de Zárraga en estos años: además de la Alegoría del otoño, piénsese en La dádiva y en Los reyes magos. También lo es el carácter hierático, ritual que les confiere, entremezclando voluntariamente lo sagrado y lo profano, tal como el crítico italiano recién citado lo subrayaba. En estos dos detalles, la pintura simbolista de Zárraga muestra afinidades notorias con la producción hispánica de entresiglos (por ejemplo, con la del cordobés Julio Romero de Torres): no por azar, Zárraga solía figurar en las exposiciones europeas como formando parte del contingente de artistas españoles.
Es posible que La bailarina desnuda esté relacionada con La femme et le pantin, la novela de Pierre Louys que le dio asunto y título a Zárraga para una de sus composiciones más impactantes, firmada en el mismo año. En un pasaje de aquel relato se describe una escena en el interior de una taberna de Cádiz, donde era público y sabido que había mujeres que danzaban desnudas en escenarios reservados: a través de una vidriera, el protagonista don Mateo mira a su amada Conchita bailando para unos "ingleses". Y comenta sobre la honda impresión que esta danza le produce:
¡Dios mío! Jamás la había visto más bella. Ya no se trataba de sus ojos ni de sus dedos; todo su cuerpo tenía tanta expresión como un rostro, más que un rostro, y su cabeza con sus negros cabellos parecía una cosa inútil sobre sus hombros. Sonreía con sus caderas, se ruborizaba con sus flancos; su pecho parecía mirar de frente con grandes ojos fijos y negros. Nunca la había visto tan bella. Los pliegues de la ropa desvirtúan la intención de la danzante y desvían su gracia. Pero aquí, como por revelación, veía nacer los gestos, los estremecimientos, los movimientos de los brazos, de las piernas, del cuerpo flexible y del talle musculoso, desde una sola fuente: el centro mismo de la danza, su pequeño vientre negro y moreno.
Por supuesto, el pintor ha efectuado una transposición ambiental, de la sordidez del salón de baile gaditano (en donde, detrás del escenario, solían aguardar las madres, las hermanas o los amantes de las bailarinas, dato que explicaría la presencia de la vieja), a un paisaje abierto, árido y montuoso, coronado por un castillo roquero y con un pueblo situado en las estribaciones y presidido por una iglesia. Pero, preservando la esencia simbólica de la narración, nos ofrece su muy personal interpretación.
La pintura fue dada a conocer del público mexicano de la época mediante una reproducción fotográfica incluida en el número de mayo de 1910 de la Revista moderna de México (año XIII, núm. 81).

La dádiva es una tela de excepcional belleza en cuanto al diseño (en el doble sentido de dibujo y composición) y a sus delicadas armonías cromáticas. En la pintura parecen conjugarse sugerencias cristianas y paganas, igual que una suerte de clasicismo mediterráneo e intemporal convive con lo vetusto (cifrado en las figuras mendicantes, de clara estirpe hispánica) y con lo moderno (ejemplificado en los peinados y el calzado de las muchachas). Este deliberado sincretismo de épocas y culturas diversas, bajo el común denominador de un esplendor joyante y refinado, es uno de los rasgos característicos del modernismo en el doble ámbito de la literatura y la plástica.
El estilo mismo de la pintura es ecléctico: confluye aquí la inicial admiración de Zárraga por el áspero realismo de Zuloaga (perceptible en pinturas como Los hombres del paraguas y del escapulario y Los viejos del asilo) con la finura ornamental del simbolismo academizante, a la manera de Frank Brangwyn o del que se practicaba entonces en Francia e Italia. Las figuras de los viejos mendigos se nos hacen familiares, como una variante de los tipos segovianos y toledanos pintados por Zárraga en 1906. Inclusive, uno de los ancianos porta el mismo escapulario con la Santa Faz del hombre representado en el cuadro homónimo, sólo que aquí el modelo aparece más envejecido, con las barbas enteramente canas, la calvicie ampliada, los ojos enturbiados y el cuerpo vencido por la edad y la miseria. Se trata de un Zuloaga filtrado por la luminosa experiencia italiana: Zárraga no se cansaría de expresar su admiración por pintores del quattrocento y principios del cinquecento, como Fra Angelico, Benozzo Gozzoli, Ghirlandaio, "el divino Sandro" (Botticcelli) y "Leonardo el dios". Hay de hecho, en el linealismo sinuoso, en el primor del detalle, en la saturación cromática y en la intensa y homogénea altura tonal, una voluntad "arcaizante", un tanto "pre-rafaelista", muy en la tónica de las preferencias estéticas de los simbolistas y decadentistas finiseculares. Y, más en concreto, en la órbita de nuestro modernismo hispanoamericano. De allí la entusiasta respuesta de Rubén Darío y de José Juan Tablada ante las invenciones de Zárraga. En una crónica dedicada al Salon d'Automne, celebrado en París en noviembre de 1911 y en donde figuró La dádiva, Tablada escribió:
Una pareja de mujeres en el triunfo de la más florida juventud, alargan racimos de jugosos y transparentes frutos a una pareja de ancianos abrumados por la senectud más miserable. Divina gracia florentina, honda piedad de los ojos virginales velados por lágrimas que están brotando sin llegar a caer… Miembros enjutos de los pordioseros, leñosos, claudicantes, anquilosados, con ciegos ojos turbios como bajos ópalos o enfangadas piedras de luna; de la suprema gracia virginal y venusta a la miseria dolorosa y rampante, qué puente espiritual ha tendido el artista, uniendo con armónico lazo la gentil gracia fluida de Botticelli a la jadeante miseria del Españoleto. Sustenta la intensa poesía de ese lienzo la fuerza de un pintor voto ya a los duros problemas del métier y envuelve a la materia, a lo que hay de oficio en ese cuadro, un ambiente de vaticinio. Manos de buen obrero, numen de hondo poeta.

El cuadro está firmado y fechado en Florencia, 1910. Justo ese año en que se cumplía el Centenario de la Independencia de México, regresaron al país, en fechas sucesivas, los antiguos alumnos de la Escuela Nacional de Bellas Artes que habían merecido la pensión otorgada por el gobierno mexicano para proseguir y completar sus estudios en Europa. Uno de ellos, por supuesto, fue Ángel Zárraga, quien disfrutara de dicha pensión de agosto de 1906 a diciembre de 1909. Las numerosas exposiciones que se presentaron en aquel año crucial retrasaron, hasta enero de 1911, la de Zárraga. Allí figuró La dádiva, junto con una legión de otros cuadros y dibujos suyos, algunos de ellos de la etapa segoviana.
Igual que ocurriera al término de su exposición individual que tuviera lugar en la misma Academia en noviembre de 1907, el pintor duranguense cedió un cuadro para incrementar el acervo de las galerías escolares. En esta ocasión se trató de La mala consejera (Segovia, 1907, col. INBA), Por su parte, las autoridades gubernamentales dispusieron la adquisición de otros de los títulos expuestos: la Alegoría del otoño (1910, Col. INBA) y cuatro dibujos.
Para estas fechas, Zárraga había dejado atrás su condición de estudiante prometedor y era ya un artista reconocido que había sabido labrarse un renombre indiscutible en el circuito europeo de exposiciones internacionales (París, Berlín, Venecia…), a las que solía concurrir al lado de los artistas hispanos. Incluso llegó a considerársele un miembro más de la moderna escuela española. Esta situación ciertamente le complacía al artista, lo que se comprueba y comprende merced a lo que Zárraga le confió a Carlos González Peña en una "charla" publicada en Arte y letras en enero de 1911. Relata González Peña:
Me habló de España. Para él España ha sido una revelación. Allí adquirió el concepto de lo que vale nuestra raza: todo lo que hay en ella de elementos preciosos para el arte. Según Zárraga, la pintura española es para nosotros la tradición, ya que careciendo los mexicanos de un arte nacional, es aquella la que reúne la mayor parte de nuestras condiciones representativas.
-De la pintura española -afirma-, derivará en un futuro próximo la mexicana, sin que por ello ambas hayan de de ser idénticas. De los españoles diferimos en una cosa crucial: en la reverie, característica de nuestra raza, y sin duda heredada de las viejas civilizaciones indias. Con la reverie, que no es precisamente el ensueño, sino algo más indefinible y etéreo, perderemos en vigor, al crear la pintura nacional, lo que ganemos en misticismo, en el sentido laico del vocablo. Nuestro arte será quizás menos vigoroso, menos claro que el español, pero más lleno de misterio, más simbólicamente impreciso.
La vocación cosmopolita de Zárraga, corroborada por sus crecientes éxitos internacionales, fue el acicate para su regreso al Viejo Continente después de haber dado a conocer a las autoridades mexicanas, y al público en general, la obra hasta entonces realizada. Al cruzar de nuevo el Atlántico en busca de su destino, Zárraga se llevó consigo la producción que aquí no había encontrado clientela o que el pintor se negó a ofrecer en venta.
Así, a finales de aquel mismo año, en noviembre, pudo verse La dádiva, junto con el Exvoto o San Sebastián (1910-1911), en el ya tradicional Salón de Otoño parisiense. El par de telas, en particular la primera, suscitó una impresión favorable en el ánimo del público y la crítica, y el entusiasmo de los ya mencionados poetas latinoamericanos, Darío y Tablada, que por aquel entonces residían en la capital francesa. Este último, en su ya citada crítica, informaba que el doble envío la había valido a Zárraga el "…ser admitido como miembro del Salón de Otoño, exceptuándolo de llenar requisitos reglamentarios". En otra crónica posterior, Tablada advertiría que "en la exposición de Lieja, volvió a exponer Zárraga La dádiva, junto con un nuevo cuadro, Los Reyes Magos…" Proseguía, pues, la carrera internacional de nuestro pintor, quien no habría de regresar definitivamente a la patria sino hasta 1941, ante la inminente llegada del ejército nazi a París.
LOS MAGOS
En un artículo publicado en julio de 1912, José Juan Tablada informaba que Los reyes magos, "un nuevo cuadro" de Ángel Zárraga (Durango, 1886-Ciudad de México, 1946), había figurado en la Exposición de Lieja (Bélgica), en donde obtuvo una buena acogida crítica. Igual ocurriría en el Salón de Otoño parisiense de aquel mismo año. En esta tela, precisa Tablada, "con gracia florentina y esplendor veneciano, tradujo el artista el gran episodio del cristianismo, y que merece el singular elogio de no parecerse a ninguna de las innumerables Adoraciones que han sido pintadas desde los limbos pictóricos que Cimabue iluminó con sus oros hasta los tiempos modernos".
El lienzo pertenece de lleno a la etapa "italianizante" del artista, iniciada desde su largo viaje por aquellos rumbos en 1909: así lo atestiguan la clásica columnata que funciona a modo de portal donde el Niño reposa; la pérgola que se alza detrás, por la izquierda; la larga y suntuosa procesión que caracolea al fondo, inspirada en las composiciones de asunto análogo de Benozzo Gozzoli y Ghirlandaio, "sus dos predilectos entre los primitivos florentinos", a decir de Carlos González Peña, quien había entrevistado a Zárraga en enero de 1911; la luminosidad y el vivo colorido "meridionales". Y, sobre todo, el goce en la belleza de los cuerpos desnudos, armoniosamente dispuestos en un ordenamiento geometrizante, al modo renacentista, aunque con un sentido del dibujo, ceñido y sinuoso, de indiscutible linaje modernista.
Pero el pintor nos tiene reservada una sorpresa: las vasijas en que los regios dones están depositados ostentan los diseños de las lacas de Uruapan, un inesperado toque mexicanista en medio del lujo "asiático" de atavíos y ofrendas.
De hecho, la confluencia de una iconografía sagrada (la Epifanía), arraigada en una larga tradición pictórica universal y local, y unos artefactos bellamente elaborados, representativos de las artesanías mexicanas, no debe de sorprendernos en demasía, tratándose de una obra de Ángel Zárraga. José Juan Tablada destacaba en sus notas críticas el doble interés que el pintor duranguense, prácticamente instalado en Europa desde 1906, manifestaba por el arte colonial y por las artes populares. En sus visitas esporádicas a México, Zárraga dedicaba buena parte de su tiempo a recorrer las iglesias coloniales para admirar sus tesoros. Una práctica compartida con otros artistas y hombres de letras, que en el tránsito de los siglos XIX y XX emprendieron y fomentaron la valoración de nuestro arte virreinal (pensemos, para el caso de la pintura, en el ejemplo sentado por Gedovius, quien desde 1904 gustaba de pintar claustros y sacristías conventuales y que, a través de su cátedra en la Escuela Nacional de Bellas Artes, supo instilar este gusto en numerosos discípulos; recordemos igualmente las campañas fotográficas de Guillermo Kahlo, encargado por la Secretaría de Hacienda de hacer el relevamiento sistematizado del patrimonio nacional eclesiástico). Por otra parte, Zárraga proclamaba igualmente su afición por las artes populares, en las que creía descubrir (así se lo confió a Tablada) una "vieja y preciosa elaboración artística quizá nos viene desde Asia".
En la valoración de las artesanías tradicionales entraban por igual, si bien nos fijamos, el aprecio de los presuntos dones "innatos" del pueblo mexicano en materia de labores artesanales (una idea que encontramos explicitada cuando menos desde el siglo XVIII -recordemos los comentarios al respecto de Ajofrín, el fraile viajero-, y reiterada a lo largo del siglo XIX, incluso en la literatura de ficción -pensemos en el Evaristo de Los bandidos de Río Frío-), y el renovado interés por el estudio, el coleccionismo y la preservación de las producciones de raigambre novohispana, tanto en lo tocante a las artes "mayores" como en el campo de las "artes industriales" (Manuel Romero de Terreros le dedicaría a este tema una particular atención). La alfarería, en especial la talavera poblana, los trabajos de laca, los textiles y las prendas de vestir, los hierros forjados y el mobiliario, entre otros productos, gozaron de un gran predicamento, lo mismo como tema de estudio erudito que como motivo a explorar en términos pictóricos. Tanto Gedovius como Herrán incorporaban con frecuencia este tipo de objetos en sus composiciones, la mayoría de las veces como accesorios en manos de las figuras típicas que ellos sí se complacían en representar (esas "arquitecturas humanas", muy nuestras, de las que Gómez Robelo se expresara con tanto desdén), o para revestir sus cuerpos (como los rebozos y sarapes que engalanan muchos de estos cuadros). O bien, para configurar trozos de "naturalezas muertas" (como lo hizo Zárraga en el cuadro aquí comentado) o composiciones enteras (como solía hacerlo Gedovius en sus floreros y en otros lienzos más ambiciosos).

Según cuenta la leyenda, San Sebastián fue un centurión cristiano de origen galo que estaba al servicio del emperador Diocleciano en tiempos de las persecuciones. Denunciado por haber exhortado a sus compañeros Marcial y Marcelino a perseverar en la fe, fue sentenciado por el emperador a ser asaeteado en el Campo de Marte, atado a un poste. Pero, contra toda expectativa, Sebastián no murió de las heridas causadas por las flechas; fue encontrado con vida y curado por una viuda de nombre Irene. Al restablecerse, se presentó ante el emperador y le recriminó su crueldad con los cristianos. Esta vez fue condenado a morir a palos en el Circo, y su cadáver arrojado a la Cloaca Máxima.
En Roma fue un santo muy popular, en especial a partir del siglo VII, como patrón contra la peste, un culto que se expandió por toda Europa. De allí lo numeroso de su figuración en el arte cristiano. Durante la Edad Media solía aparecer cubierto por una armadura o por una túnica; pero en el siglo XV se impuso la costumbre de representarlo desnudo y se multiplicó su imagen, llegando a convertirse en una suerte de Apolo cristiano. Abundan las representaciones del flechamiento de Sebastián en los siglos XVI y XVII, cuando los artistas lo tomaron como pretexto para "glorificar la belleza del cuerpo desnudo". Pero, como advierte Émile Male, la popularidad del santo como protector contra la peste, y por consecuencia su presencia en la plástica, amenguó en los siglos subsecuentes tanto por el creciente prestigio de otros patronos antipestíferos, como San Roque o San Carlos Borromeo, como por "los progresos de la higiene". Con todo, ya en pleno siglo XX se resignifica y avalora, en el campo de la cultura gay, la potente sensualidad del efebo desnudo y flechado y el martirio de Sebastián será objeto de nuevas interpretaciones, tanto en la plástica tradicional como en la fotografía y el cine (Pierre & Gilles, Mishima; y Derek Jarman, respectivamente).
Durante los años en que estuvieron girando en la órbita del modernismo, dos de nuestros artistas abordaron el tema, dándole el giro insólito y personal con que solía tratarse entonces la iconografía tradicional, tanto pagana como cristiana: Roberto Montenegro y Zárraga. Debe de haberles seducido la amalgama de religiosidad y erotismo, latente en la imaginería sebastianista, dada la conocida propensión del modernismo literario y plástico a fundir ambos dominios, a menudo con propósitos transgresores.
En 1908, Montenegro realiza uno de sus dibujos modernistas mejor conocidos, Vulnerant omnes ultima necat, en donde la iconografía del martirio aparece transpuesta a un insólito escenario dieciochesco: la figura amanerada y exangüe del santo flechado, casi una caricatura, ocupa el primer plano de un foro por donde transita una hilera de elegantes mujeres, frívolas y libertinas, que se gozan en martirizar o desconocer al sufriente. Se trata, pues, de una variante del motivo decadentista de la "mujer fatal", bajo los atavíos de una perversa galantería neo-rococo. El lema latino que le da título al dibujo ("Todas hieren, la última mata") y que, referido a las horas, aparecía inscrito en la cara de los relojes de sol en la antigüedad clásica, le otorga una inesperada dimensión filosófica a la composición, alusiva a la fugacidad del tiempo y de la vida que une en un trágico destino común a víctima y victimarias.
En el cuadro de Zárraga no resulta tan clara la idea simbólica que el pintor quiso expresar. La sinuosidad del efebo contrasta con la severidad de la mujer postrada a sus pies, acaso una ambigua alusión a la piadosa viuda Irene, quien le devolvió la vida al santo herido. La gravedad y la belleza de ambas figuras sugieren una atmósfera ritual de recogimiento y adoración. También de sufrimiento y exaltación gozosa.
A los 16 años, Zárraga escribió un soneto titulado "Eucaristía", que le publicó la Revista moderna en 1902 y que acaso proporciona una posible clave interpretativa del Exvoto, además de ilustrar lo antes dicho acerca del gusto de los modernistas por fundir las experiencias eróticas y religiosas, y su temprana asimilación por Zárraga: "¡Y germinó dentro de mí! Sentía/mi corazón rompiéndose en pedazos/como si desgranada a martillazos/fuera una hermosa y rica pedrería./ La inspiración surgió del alma mía/y era férrea mujer en cuyos brazos/creí morir; pero en aquellos lazos/seguir muriendo sin cesar quería./ Se levantó el incienso en mis altares,/en lo alto vibraron los cantares/sus formidables notas de grandeza/ y al postrarse mi espíritu de hinojos/puso el Arte sus luces en mis ojos/y en mis labios su hostia, la Belleza."
Para Zárraga, la inspiración artística parece ser una vivencia a un tiempo desgarradora y extática, que germina y surge al entremezclarse el amor carnal y la experiencia de lo sagrado: una auténtica comunión ("Eucaristía") de materia y espíritu.
Algunas comentaristas quieren ver en la figura de Sebastián un autorretrato del artista. No hay semejanza alguna entre los rasgos fisonómicos del pintor duranguense, un tanto mofletudo, con una nariz ancha y el bigote poblado; nada que ver, en fin, con los rasgos afilados y la esbeltez del santo. Tengo para mí que esta figura y la del reflexivo pintor que aparece ante un caballete, pincel y paleta en mano, en otro cuadro de gran formato de Zárraga, El agua y el pan (1911), son retratos ideales en que éste proyectaba sus propios conceptos acerca de la vocación del arte y el artista, y en este sentido "autorretratos" simbólicos, si se quiere, pero de ninguna manera literales.
Al adoptar la figura y el destino de San Sebastián, parece querer decirnos Zárraga, el artista acepta y asume una vocación de sacrificio e inmolación, que lo eleva y redime, en pro de alcanzar la inspiración que le permitirá develar, para mujeres y hombres, el misterio sagrado de la Belleza y el Arte.
En este sentido, no resulta casual que la tela tome como referente el título y la disposición compositiva de algunos ex-votos devocionales de carácter popular, tanto por la incorporación de un texto de reconocimiento y acción de gracias al Señor por los dones que le ha concedido al oferente, como por la ambientación escueta y por la confrontación entre una imagen sacra y una figura orante. Pese a que tanto el refinamiento estilístico como el propósito del cuadro difieran en rigor de los de un ex-voto, acaso sea éste el primer ejemplo de la utilización moderna de un género popular tradicional por un artista mexicano "culto", algo que se volverá muy usual a partir de los años 20 (con Frida Kahlo y Juan O'Gorman, como ejemplos sobresalientes). No es casual que, en la dedicatoria del cuadro, el pintor se refiera a "esta obra áspera y humilde que he hecho con mis manos mortales".
La honda convicción de Zárraga sobre la ejemplaridad imperecedera de los maestros de antaño queda de manifiesto en el uso de referentes prestigiados para imaginar y trazar la figura de Sebastián, en cuanto a tipo, pose y proporciones. Entre los dos tipos posibles, el atlético (como los de Mantegna o Rubens) y el efébico, prefirió el segundo. Se trata de una figura muy juvenil y esbelta, de proporciones un tanto alargadas, con una musculatura delineada a la perfección pero no abultada. El peso del cuerpo reposa en la pierna derecha, firmemente asentada, mientras que la izquierda se flexiona con gracia, con la punta del pie correspondiente rozando apenas el suelo. El antebrazo derecho queda oculto tras de la espalda; el izquierdo se curva con estudiada elegancia por encima de la cabeza, mostrando las ataduras que lo retienen al poste. La cabeza, vista de perfil, se abate sobre el hombro derecho.
Acaso el San Sebastián que más se aproxima al de Zárraga sea uno poco conocido, pintado entre 1515 y 1520 por Marco Palmezzano, que se encuentra en el Museo de Budapest y es dudoso que nuestro pintor lo viera. Por otra parte, la disposición de las piernas se asemeja a las del muy celebrado cuadro del Sodoma, no así la representación del tronco y los brazos que más bien remite a la del Perugino, y acaso también al cuadro de Hans Memling, visto muy probablemente por Zárraga durante su estancia en Bruselas. En todos estos posibles modelos, el Santo eleva al cielo la cabeza, con los ojos bien abiertos; el de Zárraga, en cambio, la inclina hacia la tierra, entrecerrando los ojos; una postura poco habitual que sí hallamos en el San Sebastián de Friedrich Oberveck, el líder del grupo germánico de los Nazarenos, radicados en Roma, que tan profunda huella dejaron, mediante el magisterio de Pelegrín Clavé, en la pintura mexicana de mediados del siglo XIX.
Por lo que toca a la figura femenina hincada a los pies del santo, remite a los numerosos retratos de riguroso perfil que, inspirados en los rostros de las medallas antiguas, se produjeron durante el Renacimiento temprano, sobre todo en Florencia. Y a las figuras de donantes, como las de Masaccio en el fresco de La Trinidad (Santa Maria Novella) o a personajes de la nobleza pintados por Piero de la Francesca y por Mantegna.
La obra figuró, con éxito, en el Salón de Otoño de París, en 1911, al lado de La dádiva. Según advierte José Juan Tablada en una crónica de 1911, el doble envío le valió al artista ser admitido como socio de dicho Salón, "exceptuándolo de llenar requisitos reglamentarios". Pero el aparente erotismo transgresor de la composición no dejó de provocar comentarios desfavorables entre algunos críticos puntillosos, quienes no percibieron o se negaron a aceptar su elevado simbolismo implícito. Uno de ellos fue Ulrico Brendel, por lo general sostenedor del arte de Zárraga, quien tachó al cuadro de "sacrílego" e impuro en un artículo del Mundial magazine que publicaba Rubén Darío en París (y que el periódico Argos reprodujo en México):
Zárraga ha cimentado su superioridad en el estudio prolijo de los grandes maestros españoles e italianos. Se ha impuesto una severa disciplina y ha llegado a expresar con ella esa misteriosa harmonía de su Ex voto, cuyas líneas clásicas y apagado color hacen más sacrílega la interpretación del asunto. Ese San Sebastián es de un misticismo de manifestación grave, como grave es la hermosura de su dibujo, en el que la mano diestra de un artista exigente consigo mismo se revela. La expresión de dolor en el rostro inclinado como si fuera para morir es de una modernidad refinada que presta mayor atractivo a lo tradicional de la figura en su delineación pura. ¿Es puro también el sentimiento de devoción que hace orar a la doncella arrodillada delante del desnudo cuerpo del santo, en cuyo pecho ábrese la roja herida? No lo creemos. Nótase aquí una mezcolanza de sensualismo y misticismo cuyo sabor pecaminoso insinúa una intención secreta en el artista. La religiosidad sencilla ha muerto con el triunfo de la civilización de espíritu.
Tablada salió en defensa del Ex voto en la reseña antes citada:
Tiene este lienzo expresión mística, noble poesía, atmósfera de puro incienso… De él se desprende un efluvio de gracia florentina con un relente de viejo ascetismo español. ¿Qué malicioso Macaco de la crítica parisiense ha podido tacharlo de licencioso? ¿Es posible, sin padecer una avería cerebral, discernir en la virginal orante a la marquesa de Sade y equivocar su arrobo con una delectación morosa? Emoción que en suma nada tendría de particular, pero que en este caso vulnera la esencial emoción de una obra de arte.
Meses después, el cuadro emprendió la ronda por otras exposiciones del circuito internacional. A Venecia, además del Exvoto, Zárraga llevó una tela nueva: La mujer y el pelele, lo que dio lugar a una lectura novedosa por parte de un crítico, Alfonso B. Monglardini, quien los asoció y glosó como si de un díptico se tratase:
Me parece que resulta clara la idea que ha inspirado el díptico. Es el amor femenil visto en sus dos polos opuestos. La primera visión representa al hombre superior, al hombre santificado, sublimado por una idea por la que luchó hasta la muerte; domina a la mujer, que está arrodillada en actitud de adoración y que casi no se atreve a mirarle el rostro, mientras él se vuelve a ella desde lo alto con ternura y piedad fraternal. Es la dulce compañera del hombre superior; la que se inclina ante una poesía y un dolor que no sabe comprender, pronta a servir, a entregarse, a enjugar las lágrimas, a servir de escalón, a morir.
En la otra versión está representada la mujer que por medio de la sensualidad ha llegado a ejercer un imperio abosulo sobre el hombre inferior y lo ha chupado como la araña chupa la mosca; después mira a lo lejos, riendo. El hombre presa del instinto, perdida toda dignidad, toda fuerza interior, vuelto apenas un grotesco y lamentable muñeco, se recuesta enervado sobre aquella carne de la que vive y por la que morirá.
Al año siguiente, Tablada retoma y expande la idea de que los cuadros de Zárraga forman una suerte de conjunto cíclico, al que el poeta llama "El ciclo del amor, que comprende San Sebastián, La dádiva, La mujer y el pelele; La novia, La peregrinación, símbolos de todos los matices y de las modalidades del mismo sentimiento, misticismo, piedad y pasión sexual, amor ideal, amor divino… y cada capítulo de ese vasto y apasionado drama pictórico ha tenido como la consecuencia de una verdad, como el corolario de un teorema, el éxito y la consagración del triunfo, no un cenáculo, ni en una peña de café, sino en las exposiciones de la capital del mundo … Las revistas de arte más caracterizadas de Francia, Italia, Alemania, Inglaterra y Estados Unidos han publicado juicios sobre nuestro artista y profusamente han reproducido sus obras." Este planteamiento de buena parte de las obras de Zárraga, producidas entre 1910 y 1912 y concebidas y agrupadas como partes de un mismo ciclo, no ha sido avalado por la crítica contemporánea. Pero no deja de ser una idea plausible.
Del Exvoto o San Sebastián existe otra versión autógrafa, que difiere de la tela de nuestro acervo en tres aspectos principales: sus dimensiones, más reducidas (100 x 73 cm.); el color del fondo (azul celeste) y la inscripción, abreviada, en la cartela ("¡Señor, ésta es mi obra penosa y humilde, acéptala, Señor!"). Está fechada en 1911.

La femme et le pantin (La mujer y el pelele), 1909
Esta pintura nos ofrece una de las encarnaciones más representativas del tópico simbolista de la femme fatale: la mujer que, mediante los encantos de una sexualidad avasalladora, sojuzga al hombre, privándolo del ejercicio de su voluntad, y acaba por destruirlo.
El título, y muy probablemente la idea misma del cuadro, derivan de la entonces célebre novela de Pierre Louys, publicada en 1898 (llevada al cine por Josef von Sternberg, en 1935, con Marlene Dietrich de protagonista, y que, todavía en 1977, inspiraría el último filme de Luis Buñuel, Cet obscur objet du désir). Allí se narra el calculado e implacable proceso de enajenamiento y humillación al que se ve sometido don Mateo, un linajudo y rico caballero español, por obra de la seductora y siempre evasiva e irreductible Conchita.
La ambientación hispánica del relato queda sugerida por el suntuoso mantón de Manila con que la beldad cubre sus antebrazos, y sirve de fondo al esplendor de su cuerpo desnudo. Al cuello trae un pendentif o dije en figura de calavera, y en cada uno de los dedos de sus manos lleva anillos, multiplicando así los signos de artificiosidad con que engalana y amplifica el poder de su belleza dominadora.
Entre sus manos trae los hilos que accionan el cuerpo desmadejado de un pelele, arrodillado a su vera. Viste una carnavalesca túnica floreada, de color rosa, de la que emergen los dedos gruesos y fláccidos de una mano y un brazo hechos de trapo abullonado. Pero lo que más nos impresiona es el rostro que brota de una suerte de invertida corola de lienzo, o gorguera: una cara de demonio, manchada de blanco, negro y bermellón, a la manera de una máscara de teatro japonés. Los rasgos faciales denotan a un tiempo cólera y dolor, amasados día a día en los meses en que Conchita ha jugado a su antojo con don Mateo y congelados en un rictus grotesco y singular, perfecta expresión de un hombre forzado a abdicar su masculinidad en aras de una esclavitud pasional sin esperanzas.
La intensidad de esta farsa esperpéntica tiene por escenario contrastante un asoleado paisaje meridional, acaso más italiano que español, con una fila de cipreses que acentúan la verticalidad de la dominatrix y, por contraste, el sojuzgamiento del pelele, y una colina con un pueblecillo reposando en sus faldas.
Una de las reflexiones que don Mateo hace, plenamente consciente de haber pedido la voluntad y el albedrío, pudo haber inspirado al pintor para componer esta imagen:
No hay duda que la expresión más patente del poder femenino es la inmunidad que reconocemos a la mujer. Una de ellas lo insulta, lo veja: inclínese. Le pega: defiéndase pero evite que ella se lastime. Lo arruina: permítaselo. Lo engaña: no diga nada con tal de no comprometerla. Destroza su vida: mátese por favor. Pero bajo ningún pretexto deje que por culpa suya el más leve dolor lastime a esos seres exquisitos y feroces, para quienes la voluptuosidad del mal es casi superior a la de la carne.










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